Cuando surgen los nacionalismos,
allá en el siglo XIX, Renan, escritor, filósofo e
historiador francés, dijo que una nación “exige la voluntad
de vivir juntos”; así, la “existencia de una nación... es un
plebiscito cotidiano”. En suma: “Sus ciudadanos manifiestan
su voluntad de pertenecer a una misma comunidad política”.
Catalanes y vascos, mayoritariamente, no han dejado nunca de
demostrarnos que carecen de esa voluntad de pertenecer a
España. A la que siguen acusando de todos los males que
ellos dicen haber padecido.
Leo unas declaraciones de Arcadi Espada,
periodista catalán, en las que denuncia que el nacionalismo
está impregnando el espacio público de Cataluña. Y se queja
amargamente: “El nacionalismo es un sentimiento privado
igual que la religión, y los colegios están para transmitir
conocimientos”.
Días atrás, escribía yo de cómo el doctor Puigvert,
un eminente urólogo, trataba de convencer al general
Muñoz Grandes, de cómo habría sido mejor,
terminada la guerra civil, catalanizar a España en lugar de
castellanizar a Cataluña. Semejante sentimiento patrio, es
decir, ese deseo permanente de llenar de catalanes el
universo, se viene enseñando en las escuelas.
En las escuelas les dicen a los niños que han tenido la
suerte de nacer en una tierra elegida; donde son más altos,
más guapos, más valientes, y, desde luego, más trabajadores
que los nacidos en otros pueblos.
Y no se cortan lo más mínimo en airear de qué manera
andaluces y extremeños se aprovechan de sus esfuerzos.
Falsean la historia hasta el punto de inculcarles a los
jóvenes que los españoles han vivido siempre más pendientes
de joderlos a ellos que de trabajar.
Así, los niños crecen convencidos de que pertenecen a una
Comunidad que es infinitamente superior a las demás. Y hacen
de su identidad un signo de distinción y un arma arrojadiza
contra los demás componentes de una España que un buen día
tuvo un proyecto en común: el de Colón y los Reyes
Católicos.
Pues bien, del mismo se aprovecharon catalanes y vascos; por
más que ahora salgan diciendo que ellos no participaron de
la gran fiesta. Que fue Castilla la que se comió casi todo
el pastel. Como tampoco reconocen que en Cuba hicieron su
agosto y que de no haber sido por la protección dispensada
por los respectivos gobiernos, la industria textil habría
sido fagocitada por los productos de la industriosa
Inglaterra.
De todos modos, conviene destacar que la culpa de cuanto
viene sucediendo, últimamente, es consecuencia de lo mucho
que se le ha tolerado a Jordi Pujol por parte
de los gobiernos de González y Aznar.
Las contemplaciones que se tuvieron con él, por intereses,
han desembocado en una presión nacionalista dispuesta a
mirar al estado de tú a tú e, incluso, rebasarlo en algún
momento. Un reto que Zapatero viene afrontando con la
confianza de que corren buenos tiempos para que se produzca
una reforma de la Constitución que permita dejar al Estado
sin grietas.
Tarea difícil. Entre otras razones, porque la ambición
nacionalista les sirve de coartada a ciertos personajes del
PP para hacer el discurso antediluviano. Recordando, a cada
paso, que la unidad de España está en peligro. Y ya tenemos
las dos Españas enfrentadas: la de José Luis
Rodríguez Zapatero y Alfredo
Rubalcaba contra la de Zaplana y Acebes.
No me extraña, pues, lo que leí el domingo en este
periódico, acerca de lo mucho que les preocupa a los
veteranos pertenecientes a las FAS el Estatuto de Cataluña y
la inclusión del término nación en su preámbulo. Los
españoles no escarmentamos. Seguimos ahondado más en lo que
nos separa que en lo que nos une.
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