El sábado, a esa hora vaga de mediodía, me abracé a Juan
José Zapico, en presencia de su hijo. Ocurrió en la
escalinata del hotel Tryp. Aunque yo desconocía que la
familia Zapico había perdido a uno de los suyos: a Jesús.
Mira, Jesús, fuiste un adelantado en muchos aspectos. Pero
déjame decirte que, sobre todo, supiste bien pronto hacerte
tirabuzones con lo que los demás pensaran de ti. Daba gusto
ver la manera que tenías de emplear tu libertad, el observar
tu carencia de prejuicios y, desde luego, de qué manera te
aferrabas a esa independencia que te habías creado. A veces,
muchas veces, escaso de recursos económicos, echabas mano de
tus conocidas zalamerías para resolver un problema en un
santiamén. Mira, Jesús, lo que nadie podrá quitarte es el
que puedas seguir presumiendo, donde quieras que estés, de
ese buen gusto que te permitía aconsejar a hombres y mujeres
acerca del modo que debían vestirse. Ni, mucho menos,
llevarte la contraria de cómo hay que decorar un espacio o
atender a unos invitados. Mira, Jesús, sé que has soportado
con resignación tus achaques, en los últimos tiempos, y sé
además que has tenido la suerte de contar amigos. Los
justos. Porque a ti, todo lo que fueran más de tres
personas, te parecía multitud y te encogías. Jesús: lamento
no haberme enterado a tiempo de lo tuyo, a fin de haber sido
testigo de tu vuelta a la tierra. Pero te tengo presente.
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