El doctor Antonio
Puigvert, quien estaba considerado uno de los más
eminentes urólogos del mundo, cuenta en Mi vida... y otras
más, una joya de biografía, lo siguiente:
-Habiendo yo operado al general Muñoz Grandes,
para verle, iba de Barcelona a Madrid. Y me preguntaba con
mucho interés acerca de cómo estaba Cataluña y de qué
pensaban los catalanes; porque Cataluña había estado en el
bando republicano durante la guerra civil y al finalizar la
misma se habían abolido por los vencedores todos sus fueros
y privilegios e, incluso, se le había prohibido el uso de su
propio idioma en múltiples circunstancias.
Hecha la aclaración, santo y seña de cualquier catalán, el
famoso urólogo sacó a relucir la siguiente anécdota: “Yo le
conté al general que en las malhadadas épocas de Felipe
V, Barcelona, que había sufrido, durante largos meses
de sitio, epidemias, hambre y cañonazos de las tropas del
duque de Berwick, se vio irremisiblemente forzada a
capitular. Y cuando entraron los invasores se encontraron
con un espectáculo realmente insólito: los catalanes,
aquellos hombres que el día anterior estaban con las armas
en la mano enterrando a sus muertos, se habían puesto a
trabajar. ¡A trabajar! Muñoz Grandes, al oírlo, se
impresionó. Y yo continué: Creo que si al término de nuestra
guerra civil, en lugar de castellanizar a Cataluña, como se
pretende, se hubiesen dedicado los esfuerzos a catalanizar
España, habríamos salido ganando todos”.
El general se quedó pensativo. Y después de un momento de
pausa me contestó:
-Puede que usted tenga razón.
El sentir del doctor Puigvert es el de casi todos los
catalanes. Y es que los niños en esa tierra nacen
convencidos de que la boda secreta entre Fernando
II de Aragón con Isabel la Católica,
que originó la unión de Castilla y Aragón, fue el comienzo
de las desgracias para una Cataluña que se siente estafada
por una España indolente.
Ese adoctrinamiento existe. De ahí que muchas generaciones
de españoles hayan tenido que hacerse a la idea de tener que
conllevar a los catalanes. Manejados siempre por una
burguesía ambiciosa y dispuesta a cambiar de criterios según
les fuera a sus componentes en los negocios o bien atisbaran
peligro de muerte.
Hubo un tiempo en el cual a Barcelona se le llamaba la rica,
y así lo recitaban los ciegos en sus romances. Un sueño que
era una realidad en una España comida por la miseria, a
pesar de que había logrado levantar uno de los mayores
imperios de la historia. Pero no es menos cierto también,
que aquel bienestar se reducía a la urbe y el capital sólo
pertenecía a unos pocos. Mientras los campesinos catalanes
eran avasallados por el señorío y pasaban más hambre que el
clásico caracol en un espejo. Reinaba el desorden y los
burgueses por un lado arremetían contra Madrid y contra el
valido, Duque de Olivares, y por otro no
hacían sino pedir virreyes con dureza para evitar que los
agricultores dejaran a la burguesía descabezada
Lo cual ocurrió el día del Corpus de 1640, cuando la masiva
concentración de trabajadores agrícolas, segadors, toma
Barcelona y los ricos, al darse cuenta de la situación, se
ponen de parte de los amotinados porque dicen que éstos
braman contra el Duque de Olivares y, por lo tanto, claman
contra la Monarquía. Dando un salto en el tiempo, vemos como
quienes habían puesto todas las pegas del mundo para que el
libre comercio fuera una realidad en nuestras últimas
colonias, al perderlas fueron los primeros en armar un
cirio. Aceptan la dictadura de Primo de
Rivera por miedo y luego abominan de ella como víctimas.
Cataluña, avariciosa en extremo, siempre vio a España como
un mercado donde había que proteger sus intereses.
|