En cuanto se habla de la Segunda
República, lo primero que se me viene a la memoria es
Manuel Azaña. Principal protagonista de una
república que llega a confundirse con él. Liberal,
intelectual y burgués, Azaña, desencantado de la vía
reformista para la modernización del régimen de Alfonso
XIII, promovió un republicanismo intransigente. Así
lo expone José María Marco en la contraportada del
libro biográfico hecho por él.
De Azaña me lo he leído casi todo. Pues no no sólo fue
figura destacada en un momento crucial de nuestra Historia,
sino que también el personaje resulta apasionante. Y,
precisamente, releyendo su biografía, otra vez me pongo al
tanto de la mucha tirria que el político sentía por
Ortega. Parece ser que todo parte de cuando el filósofo
se convierte en director de la revista España y no permite
que a don Manuel se le publiquen los artículos que enviaba.
Ni siquiera se produce la reconciliación cuando Ortega lo
halaga de la siguiente manera: “Azaña es hombre de gran
talento, dotado, además, de condiciones magníficas para el
Gobierno”. O cuando lo colma de ditirambos hablando de la
hazaña de Azaña en la reforma del Ejército. En cambio, quien
fuera ministro de la Guerra, jefe de Gobierno y dos veces
jefe de Estado, escribe que una cosa es pensar; otra, tener
ocurrencias. Y que Ortega enhebra ocurrencias. Y, a renglón
seguido, califica a Ortega de señorito y revistero de
salones.
No cabe la menor duda de que Azaña era un tipo cáustico;
mordaz hasta lo impensable y que analizaba minuciosamente el
comportamiento de cuantas personas tenían que ver algo con
él. En sus Diarios, 1932-1933. Los cuadernos robados,
escribe de cuanto va observando y no deja títere con cabeza.
Polémico, no en balde fue presidente del Ateneo madrileño:
centro de intrigas, comidillas y murmuraciones de
intelectuales.
Pero permítanme que vuelva a Ortega para referirme a una de
sus ocurrencias, y que tanto molestaban al hombre que
escribió, entre otras muchas cosas, El Jardín de los
Frailes.
-La historia del toreo está ligada a la de España, tanto que
sin conocer la primera, resultaría imposible comprender la
segunda (Ortega y Gasset). La frase, ciertamente, es tan
original como ingeniosa. Y me viene pintiparada para
escribir de ZP, cuando ya ha cumplido dos años como
presidente del Gobierno.
Llegó el leones a la política poco toreado y desconocido
para el gran público. Apenas se sabía cuándo había debutado
con caballos y, mucho menos, en qué plaza había tomado la
alternativa. De pronto, un día lo vimos anunciado en un
cartel de tronío: se trataba de un mano a mano con Pepe
Bono. Un matador manchego que llevaba muchas
temporadas lidiando corridas difíciles. Pues bien, ZP no
soló cuajó una gran faena sino que, además, fue causante de
que el veterano compañero estuviera en un tris de cortarse
la coleta. Luego, sin perder la sonrisa ni descomponer la
figura, se atrevió a ganarle la partida al coloso de la
tauromaquia del momento: Mariano Rajoy; quien
había heredado toda la fuerza y enseñanzas de un maestro
que, durante ocho años, había permanecido al frente del
escalafón: José María Aznar.
Varios meses más tarde, empezaron a decir que ZP estaba
verde y que había que darse prisa para verle porque era
carne de hule; que era bobo de solemnidad; que desconocía el
oficio y que su carrera iba a ser tan breve como borrascosa
para la vida española. Ahora, en su segundo aniversario como
primer espada, las cosas han cambiado. Reconocen que es un
ventajista lidiando; que está pisando terrenos nunca antes
pisados; y que cuando el morlaco es peligroso, lo resuelve
con un bajonazo. En suma: los empresarios están con él. Y se
atreve, pues, con todo.
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