Apenas tuve uso de razón, algunos
sabios del lugar me dijeron que desconfiara de los sepulcros
blanqueados. Y es que en mi niñez muchas personas ya habían
leído a Quevedo. Y, claro, estaban al tanto de que
los hipócritas suelen ganarse el infierno con mucho trabajo.
Los hipócritas gustan de orar a los cuatro vientos para
exhibirse ante la gente y no cesan de usar el nombre de Dios
para defenderse de cualquier pregunta que se les haga
relacionada con los cargos que ocupan. No admiten críticas.
Y en cuanto las reciben, se imaginan que a fuerza de invocar
al Padre la gente creerá que son santos varones que, por
serlo, son perseguidos por quienes están endemoniados (!) y
necesitan, más pronto que tarde, que les practiquen un
exorcismo con todos sus avíos.
Mientras tanto, es decir, mientras ello no suceda, los
hipócritas seguirán propalando, por tierra, mar y aire, que
ellos rezan diariamente por quienes están en pecado mortal.
Debido a que éstos escriben para acosar y derribar a
personas tan extraordinarias como ellas. Y lo dicen sin
percatarse de que están ofendiendo a Dios y, sobre todo, sin
saber si los endemoniados (!) procuran rezar en cuanto
cierran la puerta de su casa y en el momento oportuno. Que
es en privado cuando las divinidades prestan atención a lo
que se les pide, por más que estén agotadas del esfuerzo a
que son sometidas por los que aspiran a ser considerados
bondadosos, humildes y ejemplos de cómo es necesario
comportarse en esta vida.
Una vida que será buena, o muy buena, en función de que a
ellos, los falsos, les dejemos hacer cuanto les plazca.
Incluso el hecho de ser alguaciles diarios de cuanto
consideran que es un modo de existir que no se corresponde
con la realidad que los individuos se han forjado. Pero en
cuanto se les recuerda que ellos también están obligados a
dar cuenta de sus actos, ponen el grito en el cielo y desde
allí claman revestidos de una autoridad celestial impropia
de quienes deberían comportarse con la humildad a la cual
tanto apelan.
Y es entonces, amén de reírme lo justo, cuando la memoria me
lleva en volandas a pensar en el cardenal Tarancón y
en algo que dijo -cito de memoria-, más o menos así: “Cuando
hablo con los políticos quiero que me hablen como tales y no
como curas”. Sabia respuesta de tan grande autoridad
eclesiástica y personaje de tan buen recuerdo para quienes
pensamos siempre en una España moderna y donde, entre otras
muchas cosas, los laicos respeten a los religiosos y éstos,
a su vez, permitan que los primeros hagan proselitismo de
sus creencias.
Pues bien, cuando yo le digo a alguien que la federación que
preside lleva, si acaso no me demuestra lo contrario, un
siglo sin airear su contabilidad; o si yo escribo la
denuncia que militantes del PP me hacen en lo tocante a la
forma de comportarse de ese alguien en la sede del partido,
lo que menos necesito es que ese tal me responda como si
fuera el vicario general o el deán de la catedral.
Porque así, adoptando esa postura, flaco favor le hace a la
religión: que es algo muy íntimo y que no debe usarse como
escudo defensivo para solventar los problemas terrenales.
Que vestirse ropajes de mártir es postura muy sobada y
antigua. Y causante casi siempre de tanta hilaridad como
repudio. En cambio, lo que sí espero de ese alguien, que
además de tener un cargo, escribe en un periódico y dice lo
que le viene en ganas, como no podía ser de otra manera, es
que deje de invocar a Dios para enemistarme con Él. Y
atienda a mi petición.
Coda: “La amistad, como el diluvio universal, es un fenómeno
del que todo el mundo habla, pero que nadie ha visto con sus
ojos”. La cita pertenece a un humorista, y no a Quevedo.
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