Hace muchos años, tantos como que
me estoy refiriendo a la temporada 75-76, Amador me
recomendó a un portero nacido en Betanzos, que acababa de
cumplir 17 años y del que me dijo que estaba llamado a hacer
grandes cosas en el fútbol español. Amador era un ex jugador
del Atlético de Madrid, y dueño de la Casa Gallega de Palma
de Mallorca. O sea, alguien con mucho dinero y mejores
relaciones en la isla.
El portero se llamaba Francisco Buyo
Sánchez. En cuanto lo vi ponerse en la portería, acepté
la recomendación y el mallorqueta fichó a un guardameta que
dejaba entrever un futuro esplendoroso. Amador lo acogió
como un hijo y trató de protegerlo hasta extremos
insospechados. Algo a lo que yo me oponía, total y
absolutamente; de manera que así se lo decía, una y otra
vez, al propietario del mejor restaurante de Palma, y a
quien pocas personas se atrevían a llevarle la contraria.
Con 17 años, Buyo tenía voluntad y espíritu de sacrificio a
raudales; voluntad y cualidades. El niño coruñés estaba ya
sobrado de reflejos y coordinación, agilidad y flexibilidad
y gozaba, además, de una capacidad intuitiva admirable. Y,
sobre todo, daba gusto verle manejar el balón con los pies:
su saque orientado era todo un espectáculo. Sin embargo,
pronto descubrí que aunque reaccionaba muy bien en las
salidas a ras de suelo, dejaba mucho que desear en el juego
aéreo. Ya fuera en los balones frontales o los enviados
desde los costados. Hablé con el segundo entrenador,
Jaime Turró, y le dije que su misión iba a
consistir, mayormente, en dedicarse a corregir los defectos
de aquel diamante en bruto.
Era un espectáculo ver entrenarse a Buyo. Causaba sensación
presenciar las actuaciones de aquel cancerbero de goma. Mas
pasaban los días y se acrecentaban sus fallos en el área
chica. Quedaba disminuido y a merced de los rematadores en
cuanto se sacaba de las esquinas o el balón procedía de los
laterales. En Mallorca, además de la prensa, Amador le hacía
el artículo y, aunque nos llevábamos bien, terminó diciendo
que si no jugaba Buyo era porque yo le tenía tirria. Nadie,
excepto Turró, los jugadores y yo, quería reconocer que su
titularidad nos costaba siempre perder los partidos por sus
fallos en el juego por elevación.
Un día, recién nombrado Chus Pereda
seleccionador de las categorías inferiores, me pidió mi
opinión acerca de si Buyo estaba en condiciones de ser
internacional juvenil contra Portugal. Mi respuesta fue
rotunda: no. Espera que progrese algo más en el juego aéreo.
Pereda, que había sido jugador de tronío y es excelente
persona, andaba aún verde como técnico y se dejó guiar por
los consejos de Amador. Entonces, lo advertí
sentenciosamente: dado los delanteros con que cuentan los
portugueses, mucho me temo que os hagan cinco o seis goles.
Creo que fueron ocho los tantos encajados por Buyo. Lo cual
influyó negativamente en el trabajo que Turró estaba
realizando con él. Pues el chaval regresó de Portugal hecho
polvo.
Podría seguir contando más cosas al respecto. Si bien diré
únicamente que Buyo aprendió a defenderse en el juego aéreo,
su gran tormento, anticipándose a los rivales. Una acción
con la cual procuraba paliar un defecto que nunca le
permitió ser internacional indiscutible. Muchas veces me han
pedido que compare a Buyo con Casillas. Y la
contestación ha sido siempre la misma: Buyo era mejor que
Casillas en todos los sentidos. Y muy mal debe andar de
porteros el fútbol español, cuando a Luis Aragonés
le preguntan los periodistas sobre quién será el guardameta
titular en el próximo Mundial, y responde, con la
suficiencia de concursante seguro de sí mismo: “Hombre, eso
es algo que sabéis de sobra!...”. Es decir, Casillas.
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