¿Ustedes son capillitas y
cuaresmeros? Me refiero a si siguen y persiguen las
tradiciones de nuestra Semana de Pasión, para refocilarse en
ellas, para paladearlas como quien paladea el sabor
acanelado de una buena torrija.
Ya saben. El Viernes hay que comer garbanzos con bacalao,
nada de carne, a no ser que se tenga una bula ¿Qué eso de
las bulas ya no existe? Pues tontos los curas porque era un
buen sacadero de dinero. Bulas y dispensas, visita a los
Monumentos, los caballeros de traje y las damas de mantilla,
es decir, acercarse al Sagrario bien pertrechados y vestidos
como Dios manda, será que Dios manda en todo lo bueno y lo
bello del Universo y estamos los que recordamos , con un
toque de añoranza, aquellos velos de encaje, negros para las
señoras, blancos para las niñas, que nos agarrábamos con un
alfiler de cabeza de perla antes de entrar en un templo.
¿Qué están ustedes murmurando? ¿Qué soy un acercamiento a la
abuela Cebolleta? Vale, ustedes dirán misa pero servidora es
muy de las tradiciones de antaño y no renuncia ni a una
milésima de las costumbres de nuestra España, con excepción,
lógicamente a la antipática y repetitiva manía de los
republicanos durante la Segunda República de torturar y
asesinar a curas, monjas y católicos y quemar iglesias y
conventos, haciendo fogatas de nuestro arte y nuestro
patrimonio. Con excepción de esa siniestra etapa de
hijoputismo, el resto lo degusto con placer, como si se
tratara de una golosina y es como darle bocados pringosos y
azucarados a una nube rosa de algodón de azúcar.
Comparto y disfruto tradiciones. Las misas del alba seguidas
de chocolate con churros, el tapeillo semanasantero, aquí y
allí, de bar en bar, con excepción, lógicamente, de los
reductos de la llamada “nouvelle cuisine” esa nueva cocina
estrambótica que a mi me da un asco que me muero. Porque los
cocineros hacen los menús (también llamados menuses)
toqueteando las viandas, soba que te soba, los dedazos
apañando los condimentos y a mi me da un repelús y un
intríngulis, un jamacuco y un espeluco, se me asemeja que,
esos chefs y esos cocineros tan modernos, toca que te toca,
se rascan la ingle peludilla y siguen tocando, van a mear,
se sacuden la pichurrina de la gotilla traicionera y luego
le meten mano al mejunje que estén preparando. ¡Más
repugnancia me da!. ¿Qué dicen ustedes? ¿Qué soy una
castroja? ¡Y a mucha honra, rifeña recriada en la barriada
del Palo! Pero yo me autodenomino con elegancia y
oportunismo “minoría étnica marginada” y lo hago por si
algún manguncio se equivoca y me cae algún tipo de
subvención.
Pero yo a lo mío. Salgo en Semana Santa y voy buscando los
Pasos por entre las callejuelas porque yo no pago un bono de
sillas ni que me despellejen, soy muy mirada con los
dineros, será porque no los tengo y mi escasez y tiesez son
endémicas. Además va contra mis principios pagar por algo
que puedo obtener gratis, como es empacharme de belleza y de
invitaciones de amigos caritativos a buenos manjares que
tienen nombres convencionales, su pintarroja en adobillo, su
tortilla de papas con cebolla, su porra antequerena, su
morcilla reventando aceite, sus choricillos picantes… Como
ven nada nouvelle cuisine. Yo desconfío y me aturdo, me
ofrecen una sustancia que me recuerda a uno de esos “bultos
sin identificar” que aparecen de cuando en cuando en los
atestados de los brigadillas y que suelen ser restos de
alijos, me ponen por delante un mejunjillo de color
indeterminado al que llaman “Cojoncillos de salmón ahumado
con aroma de tuétano de búfalo sudado a la flor de pitiminí”
Y me dan arcadas, en esa cocina sobada se inventan
apelativos asqueantes “Rizos de pelambrera de la ingle del
chef aromatizados con esencias del zoco y pedorreta de
cabra” ¡Coño que asco!.
Amo mis tradiciones y prefiero un bocata de calamares
aceitosos, de esos que fríen y apestan la calle, antes que
sentarme a la vera de una sustancia que, para identificarla,
tendrían que venir los del CSI o nuestra propia Policía
Científica, esa que nada tiene que envidiar a los
americanos, aunque solo puedan tirar de los polvillos de las
huellas. Apuesten cualquier cosa a que vienen los yankis,
hacen los análisis (en mi barrio se dice “el analí”) y se
quedan a cuadros, mientras que llegan los picoletos
españoles, huelen la mezcla, le pegan un pellizco en el
ombligo al cocinero, amenazan con empapelarle por delito
contra la salud pública y en un plis plas se enteran de lo
que está hecha la porquería hedionda que flota sobre el
plato.
Y es que a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado yo
les tengo mucha fe. Y con los picoletos, los maderos y los
municipales me pasa como con el cerdo: me gustan de ellos
hasta los andares.
Los andares y la paletilla sabrosona de un buen gorrino, su
pan cateto, sus migas y el viernes, ya saben, sus garbanzos
con bacalao. A eso se llama ser capillita y cuaresmero, que
es ser muy como Dios manda.
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