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OPINIÓN - JUEVES, 13 DE ABRIL DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

La II República
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Mañana hace 75 años que nació la Segunda República. Un régimen que sigue levantando pasiones tan favorables como contrarias. Lo que no entiendo es que muchos, por el mero hecho de oírla nombrar, se revuelvan airados. Como si la Niña, que así la llamaron entonces, hubiera tenido la culpa de venir a un mundo en el cual no se daban las circunstancias apropiadas para su crecimiento. A pesar de todo, es decir, por más que el mundo estuviera pendiente de la revolución social en Rusia, y de que a los capitalistas se les hubiera encogido la mano destinada a las inversiones, y del nacimiento de los fascismos, dictaduras y de los gobiernos de derechas, la Segunda República despertó la esperanza de los españoles y fue recibida con entusiasmo desbordante.

Tal fue la alegría, dice María Zambrano en un artículo de la época, que las gentes, congregadas en el palacio de Comunicaciones de Madrid y en la Puerta del Sol, incluso se echaban sobre los hombros a los guardias municipales y los llevaban en volandas de un sitio a otro. Aquel 14 de abril reinaba un desorden exaltado y ordenado, válgame el oxímoron, y el pueblo se tiró a la calle creyendo que a partir de ese día todo iba a cambiar para bien de una España que había estado sometida al capricho de una Monarquía que usaba el Poder Público en beneficio de unos grupos que representaban una porción mínima de la nación. Esos grupos eran, según Ortega, los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de sangre, y la Iglesia. Y el monarca era el gerente de esa sociedad que dejaba a la mayoría de los españoles huérfanos de casi todo y con la sensación de que carecían de aptitudes para decidir quiénes les debían gobernar y darle vida a un Estado inexistente.

En medio de aquel clamor, el pueblo se hacía cruces por la enorme facilidad con que había desaparecido la Monarquía. Pero nadie se paraba a pensar en las enormes dificultades que esperaban a los hombres del gobierno provisional, compuesto por personalidades complejas y procedentes de siete partidos distintos. El primer disgusto lo recibieron por parte de Ezquerra Republicana: ganadora de las elecciones catalanas. Un partido de clase media, dirigido por Francesc Maciá y Lluís Companys, que decidieron, con el consabido particularismo que han demostrado siempre los catalanes, proclamar una república catalana inserta en una estructura federal del Estado. Y muy pronto los militares se pusieron en guardia y Sanjurgo comenzó ya a preparar su golpe. Y en los tres primeros meses, el Gobierno no paró de promulgar decretos relacionados con la cuestión de la tierra. Todos ellos encaminados a favorecer a arrendatarios y jornaleros. Sin duda. Aunque en el fondo no dejaron contentos ni a éstos ni a los latifundistas ni mucho menos a los patronos agrícolas. Tampoco el Ejército quedó contento con la reforma hecha por Azaña, como ministro de la Guerra, por más que ésta fuera calificada de ejemplar.

Y qué decir de las relaciones con la Iglesia. Acostumbrada ésta a vivir bajo la protección del Estado, apenas 15 días después de haber empezado a funcionar el Gobierno, el Cardenal Segura, primado de España, había levantado la voz en contra del nuevo régimen. Y por si no hubiera bastante, la CNT trató por todos los medios de destruir el Estado para derribar al Gobierno y declaró la huelga en la Telefónica de toda España.

Y en medio de ese caos, se incendiaron iglesias, se cometieron desmanes y hubo víctimas. Y las represiones brutales de la fuerza pública lograron que los trabajadores pensaran que debían agacharse cuando vinieran los suyos. Y España empezó a deslizarse por la ladera de la tragedia: hasta llegar a la guerra civil. La Niña nació sana. Pero estaba gafada.
 

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