Mañana hace 75 años que nació la
Segunda República. Un régimen que sigue levantando pasiones
tan favorables como contrarias. Lo que no entiendo es que
muchos, por el mero hecho de oírla nombrar, se revuelvan
airados. Como si la Niña, que así la llamaron entonces,
hubiera tenido la culpa de venir a un mundo en el cual no se
daban las circunstancias apropiadas para su crecimiento. A
pesar de todo, es decir, por más que el mundo estuviera
pendiente de la revolución social en Rusia, y de que a los
capitalistas se les hubiera encogido la mano destinada a las
inversiones, y del nacimiento de los fascismos, dictaduras y
de los gobiernos de derechas, la Segunda República despertó
la esperanza de los españoles y fue recibida con entusiasmo
desbordante.
Tal fue la alegría, dice María Zambrano en un
artículo de la época, que las gentes, congregadas en el
palacio de Comunicaciones de Madrid y en la Puerta del Sol,
incluso se echaban sobre los hombros a los guardias
municipales y los llevaban en volandas de un sitio a otro.
Aquel 14 de abril reinaba un desorden exaltado y ordenado,
válgame el oxímoron, y el pueblo se tiró a la calle creyendo
que a partir de ese día todo iba a cambiar para bien de una
España que había estado sometida al capricho de una
Monarquía que usaba el Poder Público en beneficio de unos
grupos que representaban una porción mínima de la nación.
Esos grupos eran, según Ortega, los grandes
capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia
de sangre, y la Iglesia. Y el monarca era el gerente de esa
sociedad que dejaba a la mayoría de los españoles huérfanos
de casi todo y con la sensación de que carecían de aptitudes
para decidir quiénes les debían gobernar y darle vida a un
Estado inexistente.
En medio de aquel clamor, el pueblo se hacía cruces por la
enorme facilidad con que había desaparecido la Monarquía.
Pero nadie se paraba a pensar en las enormes dificultades
que esperaban a los hombres del gobierno provisional,
compuesto por personalidades complejas y procedentes de
siete partidos distintos. El primer disgusto lo recibieron
por parte de Ezquerra Republicana: ganadora de las
elecciones catalanas. Un partido de clase media, dirigido
por Francesc Maciá y Lluís Companys, que
decidieron, con el consabido particularismo que han
demostrado siempre los catalanes, proclamar una república
catalana inserta en una estructura federal del Estado. Y muy
pronto los militares se pusieron en guardia y Sanjurgo
comenzó ya a preparar su golpe. Y en los tres primeros
meses, el Gobierno no paró de promulgar decretos
relacionados con la cuestión de la tierra. Todos ellos
encaminados a favorecer a arrendatarios y jornaleros. Sin
duda. Aunque en el fondo no dejaron contentos ni a éstos ni
a los latifundistas ni mucho menos a los patronos agrícolas.
Tampoco el Ejército quedó contento con la reforma hecha por
Azaña, como ministro de la Guerra, por más que ésta
fuera calificada de ejemplar.
Y qué decir de las relaciones con la Iglesia. Acostumbrada
ésta a vivir bajo la protección del Estado, apenas 15 días
después de haber empezado a funcionar el Gobierno, el
Cardenal Segura, primado de España, había levantado
la voz en contra del nuevo régimen. Y por si no hubiera
bastante, la CNT trató por todos los medios de destruir el
Estado para derribar al Gobierno y declaró la huelga en la
Telefónica de toda España.
Y en medio de ese caos, se incendiaron iglesias, se
cometieron desmanes y hubo víctimas. Y las represiones
brutales de la fuerza pública lograron que los trabajadores
pensaran que debían agacharse cuando vinieran los suyos. Y
España empezó a deslizarse por la ladera de la tragedia:
hasta llegar a la guerra civil. La Niña nació sana. Pero
estaba gafada.
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