¡Ay si yo pudiera…! Que no hay
honor más grande que asomarse a un balcón o a un cierro
acristalado al paso de María Santísima, comenzar a cantar,
que se amortigüen tambores y trompetas y que la Virgen se
detenga, como si la voz que quiebra la madrugá la cautivara.
Devoción y embeleso escuchando esa saeta que huele a
incienso y a azahares dormidos y que, para que se vocalice
con sentimiento,hay que cantarla usando y abusando de
nuestra habla andaluza, ese habla que suena a quejío cuando
borda la oración en la noche semanasantera.
Apuesto cualquier cosa a que coinciden conmigo cuando afirmo
que nunca es tan bello nuestro idioma español, como cuando
se dulcifica y atempera con el acento andaluz. Un acento que
suena a la algarabía que hablaban los moriscos en Granada y
que, ahora, también se utiliza en la ciudad de la Alhambra
para calificar el bullicio de trinos de los pájaros a la
hora de las campanas. Atardece y los pajarillos, que buscan
acomodo para pasar la noche, enloquecen al repicar de las
campanas, el sonido majestuoso de la de la Torre de la Vela,
el eco de bronce de las Angustias y las campanitas de los
conventos de las monjas. Pájaros y campanas, pura algarabía
andaluza ¿Cabe algo más hermoso?.
Arte en el habla. Poesía y musicalidad en los cien acentos
que conforman nuestra geografía del sur, suavidad atlántica
en el habla ceutí, a medias entre gaditana y onubense, con
ese deje meridional con resonancia de jarcha.
¡Ay si yo pudiera rezar cantando en andaluz! Pero no puedo
porque tengo menos voz que una gallina, aunque poseo ciertos
conocimientos musicales ya que, a hostia limpia, mis padres
me obligaron a estudiar la carrera de piano, como se era en
aquel entonces, cuando el Valle de Lágrimas y el “Hemos
nacido para sufrir y expiar nuestros pecados”. Conceptos
sombríos y erróneos, pero , la letra en efecto, entraba con
sangre y no existía la delincuencia juvenil ni era necesaria
una Ley del Menor, para servidora que, en el cuartelillo y
ante la brigadilla, comenzaban y se finiquitaban muchos
comportamientos desviados, sin necesidad de la lectura de
unos derechos. Que eran inexistentes.
Pero, lo importante es que, ni durante la Oprobiosa ni
ahora, ningún Gobierno ha reprimido esta expresión artística
autóctona y visceral que es el enriquecer hasta extremos
insospechados el español recitándolo y volviéndolo pura
algarabía de vocablos hermosos y sonoros. ¿Qué si los
catalanes cantan saetas? Espero que no. Mayormente porque
tiene que ser un horror estético y espiritual el hacer
gorgoritos con ese acento metálico y desagradable que se
gastan.¡Y no digamos si intentan la experiencia en la lengua
catalana! ¿Qué si el catalán no es un idioma? ¡Por supuesto
que no! El idioma tiene que presentar el requisito básico e
irrenunciable de tener proyección universal y todos sabemos
que, quitando “la nación” catalana, es decir, las provincias
de ellos, que encima están repobladas por andaluces y
extremeños a quienes llaman despectivamente “charnegos” el
catalán no lo habla ni el que se pierde, ni falta que hace.
Para detener la madrugada con el eco de una saeta hay que
nacer y servir, sentirlo y que te salga del estómago y del
corazón, más que de las cuerdas vocales. Y a nuestras
Vírgenes barrocas, les gusta nuestra habla, que es filigrana
idiomática, que es para rezarla y cantarla a pelo, sin
acompañamiento musical y que huela a luna de abril que es
luna de cirios, de plegarias y de capirotes nazarenos.
Servidora se chala oyendo cantar, se me ponen los pelos como
escarpias, me ahogo, me emociono, tiro del Ventolín,
lagrimeo, grito ¡Ole! Y ¡Guapa! Y lanzo vivas dirigidos a
esa mujer judía que aguantó el ver como le mataron a su
chiquillo, sin un Lexatín que llevarse a la boca y que, como
cada año, sigue a su muchacho por las calles, loquita por
encontrárselo de frente y que la mezan ante el Hijo y si
entonces canta la Legión o, en otros lugares, suena la
mágica chirimía de Regulares, entonces María también se
emociona y llora lágrimas de cristal que parecen gotas de
rocío temprano.
A Nuestra Señora le gusta nuestra habla y le gusta que le
canten, que no hay honor más grande… O tal vez si. Había un
viejo pintor que, a lo largo de su vida siempre repitió “No
hay gloria más grande para un cristiano que pintar una
Virgen y que el pueblo le rece”, pero es que ese anciano
artista, andaluz recriado, conseguía que, el rasgar de sus
pinceles sobre el lienzo cuando pintaba a María, sonaran
como una saeta. Misterios del buen Dios.
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