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OPINIÓN - MARTES, 11 DE ABRIL DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

La leyenda de Araujo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Hubo un tiempo donde tuve cierto trato con el doctor Leal Graciani: famoso traumatólogo, médico del Sevilla, durante muchos años, y una de las personas más afables y bondadosas que yo he conocido. La sonrisa de don Antonio era pura terapia: “En el momento que te sientas ante él, ya empiezas a notar mejoría”. Así lo proclamaban los futbolistas que se sometían a su cuidado. Generoso en el trato, ameno conversador, y poco dado a cobrar, llegó el día en el cual los suyos tuvieron que controlar tanto desprendimiento.

En una de mis charlas con el popular especialista sevillano, hijo de otro célebre traumatólogo, al que tanto quisieron toreros y futbolistas, éste me contaba una anécdota de su padre cuando daba clases en la Facultad de Medicina. Decía don Antonio que su progenitor exponía a los nuevos médicos radiografías de unos pies. Y les invitaba a opinar sobre qué medidas había que tomar con los problemas que presentaban. Los jóvenes hablaban de tal o cual terapia y hasta de intervenirlos quirúrgicamente. Tras oír todos los diagnósticos, el profesor recordaba lo siguiente: “Estos pies, tan traumatizados y deformes, son los de Juan Araujo, delantero centro del Sevilla, que seguramente le harán dos goles al Athletic de Bilbao en Nervión, el próximo domingo.

Araujo fue un destacado jugador en los años 40 y parte de los 50, que le hizo un gol al Barcelona en las Corts y que le valió al Sevilla para conseguir el título de Liga en la temporada 45-46. Y que además se entretuvo en marcar 156 tantos en diez temporadas. Le llamaban El Pato; por sus andares y, sobre todo, por su manera de correr. Yo tuve la suerte de verlo jugar y su remate de cabeza era un cañonazo.

Metidos ya en cháchara sobre Araujo, Leal Graciani me contó algo referente a un hecho que causó conmoción entre los cofrades sevillanos. Una leyenda sobre el legendario delantero, que llegó a conmoverme de arriba abajo.

Un día, pasado ya su tiempo, se la leí al maestro Burgos y volví a estremecerme. He aquí por encima lo que dicen que ocurrió: Araujo supo invertir lo ganado y abrió un garaje y vivía una vida de industrial acomodado. Devoto del Señor del Gran Poder, Juan acudía a rezarle frecuentemente a la iglesia de San Lorenzo. Y en ese templo echó horas extras pidiéndole a su Cristo que hiciera todo lo posible por curar a un hijo suyo que había enfermado gravemente. Gastó todos los dineros habidos y por haber en la enfermedad del chaval, pero éste murió. Y allá que se encamino hacia la iglesia y, encarándose con el Gran Poder, le dijo:

-Que sepas que yo no vengo más a verte porque nos ha querido salvar a mi hijo. Así que si quieres verme, vas a tener que ir tú a mi casa...

Pasaron los años, se celebró en sevilla una Santa Misión en la que las imágenes de Semana Santa fueron llevadas a los barrios para mover a la devoción. Iba el Señor del Gran Poder en modestas andas hacia Nervión cuando la noche se abrió en agua. Y los hermanos que portaban al Señor buscaron de inmediato refugio para la imagen bajo la tromba. Vieron la puerta de un garaje. Llamaron. Era el garaje de Araujo que vivía en el piso que había encima. Juan que oyó los intempestivos aldabonazos, preguntó quién era y oyó que le decían en el fragor de la tormenta:

“Venimos con el Gran Poder abra, por favor, para que no se moje el Señor”.

Antonio Burgos cuenta que a Juan Araujo le entró por el cuerpo un repeluco de emoción muy distinto a cuando marcaba los goles de cabeza al Atlético de Aviación. Abrió la puerta y se postró ante el Señor.

Y a mí, siempre que leo el relato, además de conmoverme, me dan ganas de volver a tener fe. Porque lo merece la leyenda.
 

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