Hubo un tiempo donde tuve cierto
trato con el doctor Leal Graciani: famoso
traumatólogo, médico del Sevilla, durante muchos años, y una
de las personas más afables y bondadosas que yo he conocido.
La sonrisa de don Antonio era pura terapia: “En el momento
que te sientas ante él, ya empiezas a notar mejoría”. Así lo
proclamaban los futbolistas que se sometían a su cuidado.
Generoso en el trato, ameno conversador, y poco dado a
cobrar, llegó el día en el cual los suyos tuvieron que
controlar tanto desprendimiento.
En una de mis charlas con el popular especialista sevillano,
hijo de otro célebre traumatólogo, al que tanto quisieron
toreros y futbolistas, éste me contaba una anécdota de su
padre cuando daba clases en la Facultad de Medicina. Decía
don Antonio que su progenitor exponía a los nuevos médicos
radiografías de unos pies. Y les invitaba a opinar sobre qué
medidas había que tomar con los problemas que presentaban.
Los jóvenes hablaban de tal o cual terapia y hasta de
intervenirlos quirúrgicamente. Tras oír todos los
diagnósticos, el profesor recordaba lo siguiente: “Estos
pies, tan traumatizados y deformes, son los de Juan
Araujo, delantero centro del Sevilla, que seguramente le
harán dos goles al Athletic de Bilbao en Nervión, el próximo
domingo.
Araujo fue un destacado jugador en los años 40 y parte de
los 50, que le hizo un gol al Barcelona en las Corts y que
le valió al Sevilla para conseguir el título de Liga en la
temporada 45-46. Y que además se entretuvo en marcar 156
tantos en diez temporadas. Le llamaban El Pato; por sus
andares y, sobre todo, por su manera de correr. Yo tuve la
suerte de verlo jugar y su remate de cabeza era un cañonazo.
Metidos ya en cháchara sobre Araujo, Leal Graciani me contó
algo referente a un hecho que causó conmoción entre los
cofrades sevillanos. Una leyenda sobre el legendario
delantero, que llegó a conmoverme de arriba abajo.
Un día, pasado ya su tiempo, se la leí al maestro Burgos
y volví a estremecerme. He aquí por encima lo que dicen que
ocurrió: Araujo supo invertir lo ganado y abrió un garaje y
vivía una vida de industrial acomodado. Devoto del Señor del
Gran Poder, Juan acudía a rezarle frecuentemente a la
iglesia de San Lorenzo. Y en ese templo echó horas extras
pidiéndole a su Cristo que hiciera todo lo posible por curar
a un hijo suyo que había enfermado gravemente. Gastó todos
los dineros habidos y por haber en la enfermedad del chaval,
pero éste murió. Y allá que se encamino hacia la iglesia y,
encarándose con el Gran Poder, le dijo:
-Que sepas que yo no vengo más a verte porque nos ha querido
salvar a mi hijo. Así que si quieres verme, vas a tener que
ir tú a mi casa...
Pasaron los años, se celebró en sevilla una Santa Misión en
la que las imágenes de Semana Santa fueron llevadas a los
barrios para mover a la devoción. Iba el Señor del Gran
Poder en modestas andas hacia Nervión cuando la noche se
abrió en agua. Y los hermanos que portaban al Señor buscaron
de inmediato refugio para la imagen bajo la tromba. Vieron
la puerta de un garaje. Llamaron. Era el garaje de Araujo
que vivía en el piso que había encima. Juan que oyó los
intempestivos aldabonazos, preguntó quién era y oyó que le
decían en el fragor de la tormenta:
“Venimos con el Gran Poder abra, por favor, para que no se
moje el Señor”.
Antonio Burgos cuenta que a Juan Araujo le entró por el
cuerpo un repeluco de emoción muy distinto a cuando marcaba
los goles de cabeza al Atlético de Aviación. Abrió la puerta
y se postró ante el Señor.
Y a mí, siempre que leo el relato, además de conmoverme, me
dan ganas de volver a tener fe. Porque lo merece la leyenda.
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