Los ciudadanos de Marbella siguen
dando muestras de sentirse asqueados e indignados por cuanto
se está conociendo en relación a los desmanes que se han
venido cometiendo en su municipio, desde que a Jesús
Gil le dio por sentar sus reales en el Ayuntamiento.
Lo cual es normal.
Lo anormal es que los marbellíes hablen como amnésicos.
Porque dan la impresión de que no fueron ellos quienes
hicieron posible, con su votación casi mayoritaria, que el
GIL se convirtiera en un monstruoso poder de corrupción.
Cierto que los ciudadanos tienen todo el derecho del mundo a
equivocarse, pero también a rectificar cada cuatro años.
Y los ciudadanos de Marbella nunca dejaron de pensar, y así
lo refrendaban en las urnas, que Jesús Gil había nacido para
dirigir los destinos de ellos. De manera que uno no entiende
a qué vienen ahora tantas manifestaciones airadas y los
innumerables aspavientos de una población que andaba siempre
presumiendo de policías a caballos, de putas desterradas a
los pueblos vecinos o de una ciudad que estaba más limpia
que una patena.
Lo del GIL fue posible gracias a que los ciudadanos,
amparándose en el hastío que les proporcionaba la mala
gestión de los partidos más poderosos, creyeron que no había
nada mejor que someterse a la voluntad de un tío que,
ataviado a la usanza de padrino colombiano, hablaba e
insultaba con la desvergüenza que hacía disfrutar a todos
cuantos deseaban mirarse en el espejo de los que eran peores
que ellos. Y, sobre todo, de alguien que fue creando un
entramado corrupto que mucho me temo que ni siquiera el juez
Torres -no me gustaría estar en su pellejo- podrá acceder a
su final.
Y esa forma de gobernar Marbella fue la misma que el GIL
quiso implantar en esta ciudad. Aquí también llegaron,
convencidos por ceutíes que deseaban medrar a toda costa,
hablando de que Ceuta era conocida sólo por la droga, el
paro, la delincuencia, los robos, los inmigrantes... Y que
ellos tenían todos los medios e ideas para acabar con todos
los males de una ciudad que empezaba a parecerse a las
peores de las que nos habla la Biblia.
“No estamos aquí para vender humo, ni engañar a nadie o para
vivir del cuento. Para eso, Ceuta ya ha tenido a los mejores
maestros”. Decía Antonio Sampietro, la noche
de la cena en la caseta de san Urbano, durante las fiestas
agosteñas del 98, mientras no dejaba de comerse con los ojos
la expresión ingenua de una Aida Piedra que lo
acompañaba vestida de pureza. Aquella noche, a los postres,
Antonio Sampietro se hizo ya el artículo como candidato a
las elecciones de junio del 99, y habló así de los ceutíes:
“Los ceutíes decidirán por sí mismos demostrando a todo el
resto de España que Ceuta es un pueblo que no se deja
influir por campañas propagandísticas instrumentadas a
través de determinados medios de comunicación que se
alquilan por el poder establecido, con dinero público”.
Cuando los informadores que habían cubierto el acto
decidieron retirarse, yo fui invitado a quedarme hasta el
final de una velada que se fue prolongando. Y conseguí
enterarme, gracias a la confianza que habían depositado en
mí, por lo que había estado escribiendo en El Faro,
de los verdaderos propósitos que tenía el GIL. Cubierto mi
objetivo, en cuanto pude abandoné la caseta y me fui a la
búsqueda del editor del medio para informarle de lo que
había oído y del recado que me habían dado para él. Varios
meses después, yo me puse al frente de un programa
televisado para combatir al GIL. Mientras en El Faro,
a medida que transcurrían los días, el director y el
subdirector escribían a favor de Sampietro y en contra de
Jesús Fortes. ¿Por qué motivo? Seguro que la
pavana lo sabe.
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