Leo que ha comenzado el rodaje de
una película sobre la vida de Manuel Rodríguez, Manolete, y
mis recuerdos infantiles van saliendo de la alacena de la
memoria encadenados y fluidos. Y es que de pronto el año de
1947 se me aparece con toda su terrible grisura y con el
miedo permanente de las madres a que sus hijos cogieran la
tuberculosis. Año duro, entre los duros de aquellos
miserables cuarenta, donde el Piojo Verde y el hambre
parecían salidos de un capítulo de Los Miserables de
Víctor
Hugo.
En aquella España donde pocos comían y donde los ricos eran
también pocos pero muy ricos, Manolete brillaba con luz
propia y las plazas de toros se llenaban si su nombre
aparecía anunciado en el cartel. Los españoles, a pesar de
que querían olvidar la tragedia vivida y buscaban en la
radio los sonidos de la copla, seguían siendo partidarios
del riesgo del toreo vertical y dramático de un maestro
cordobés, cuyos pies asentados en la arena y su apariencia
senequista y austera, calaban entre la gente de un pueblo en
el cual sólo los más hábiles podían vender incluso el
colchón para sentarse en una grada de sol asfixiante, y ver
al Califa.
En el mes de agosto, del referido año 47, en la bahía
gaditana todas las conversaciones giraban acerca de la
corrida ya tradicional del 31, que se iba a celebrar en la
plaza de El Puerto de Santa María. Ni que decir tiene que a
Manolete se le esperaba con esa expectación que terminaba
siempre haciendo que la empresa, con gran satisfacción,
pusiera en las taquillas el cartel de no hay billetes.
Aunque es verdad que los revendedores se forraban. Y los
carteristas, que los había de lujo, tampoco perdían el
tiempo actuando en los alrededores del coso taurino y sus
calles adyacentes.
Se hablaba de que el diestro cordobés podía retirarse de los
ruedos muy pronto. Que su cansancio, pues Manolete no estaba
sobrado de fuerzas físicas, era evidente. Mas, por encima de
cualquier otra cosa, se culpaba a Lupe Sino, el gran amor de Manolete, de influir en su retirada.
Lo cual encendía las iras de los partidarios del torero; y
éstos decían impropios de una mujer que se atrevía, en época
donde el padre Lombardi arengaba a las masas católicas, a
hacer vida prematrimonial con la figura española del
momento. Un héroe nacional.
Así, la gente, entre el calor sofocante y las arremetidas
del viento de levante, iba contando los días que faltaban
para la gran corrida. Pero antes de esa fecha, doce días
antes, se produjo la explosión de Cádiz. Y la capital
gaditana, vista desde el mar de la bahía, aparecía envuelta
en llamas. Una catástrofe que mató a 151 personas, hirió a
más de 500 y mutiló a otras muchas.
Aquella noche, en la que una radio galena jerezana,
propiedad de transradio española, informaba de que una
segunda explosión sería capaz de causar más muertes en los
pueblos cercanos a la capital y lanzaba llamadas de ayudas
constantes, viví yo momentos que me ayudaron a hacerme más
mayor de lo que me correspondía por edad. Momentos que he
recordado, inmediatamente, en cuanto he leído que la vida de
Manolete y Lupe Sino será llevada al cine.
La explosión del polvorín de Cádiz, donde se almacenaban más
de 1.660 cargas explosivas pertenecientes a la Guerra
Española y a la Segunda Guerra Mundial, nunca fue aclarada.
Y la muerte de Manuel Rodríguez, Manolete, en Linares,
cuando el mes estaba tocando a su fin, sirvió para acallar
todos los rumores que circulaban por una España que no
entendía lo sucedido en y que aún vivía los miedos de la
guerra. En El Puerto de Santa María, Domingo Ortega,
Antonio Bienvenida y Paquito Muñoz, el día 31, guardaron un minuto
de silencio por el hijo de doña Angustia Sánchez.
|