El Príncipe Alfonso ha ido
creciendo bajo la mirada distante y desinteresada de las
autoridades y, por supuesto, de todos los políticos. Nunca
se le prestó la menor atención a una barriada repleta de
ciudadanos estupendos y deseosos de participar en la
sociedad ceutí, pero que tenían la mala suerte de vivir en
un sitio desatendido y abandonado a su suerte.
Un lugar que, debido a la distancia que lo separaba del
centro urbano, casi nadie hablaba de él. Y, cuando por
cualquier circunstancia negativa salía a relucir, lo primero
que te decían es que te olvidaras del asunto y que nunca
tuvieras la infeliz idea de poner los pies en un territorio
que consideraban peligroso.
Y yo, recién llegado de afuera en los comienzos de los años
80, no entendía semejante postura; de manera que preguntaba
y preguntaba y hasta, desoyendo consejos, me atreví a subir
andando hasta el Príncipe Alfonso y algo más: incluso me
senté en un cafetín a beberme el té de la amistad que me
ofrecían muchas personas que sabían quién era yo.
Pasados varios años, y cuando a mí me dio por escribir en
periódicos, decidí darle vida a una sección donde contaba la
impresión que a mí me causaba todo lo que veía paseando por
la parte de una ciudad elegida cada día. Y, como no podía
ser de otra manera, relaté las necesidades de ese Príncipe
Alfonso que iba creciendo sin control y que seguía siendo
visto por las autoridades como un incordio que les hacía
cerrar los ojos para eludir la realidad.
Una realidad donde se construía de manera anárquica y en la
que comenzaban a refugiarse inmigrantes sin papeles. Menos
mal que había un gran número de vecinos dispuesto a luchar
contra las funestas consecuencias que acarreaba la dejadez
de los poderes públicos.
De aquella época, recuerdo a Laarbi Mohamed, hoy
presidente de la barriada, como alguien que estaba muy
comprometido con los problemas de esa zona.
Con él, y con otros compañeros suyos, cuyos nombres lamento
haber olvidado, pude enterarme de cuanto allí acontecía. De
las muchas carencias que padecían y, sobre todo, de los
problemas que iban surgiendo. Tenían miedo de que la
barriada terminara siendo inhabitable. Un ghetto. Un espacio
peligroso para el crecimiento de los niños. Y ya entonces
reclamaban que se adoptasen decisiones políticas encaminadas
a poner freno a un mal que iba generando ramificaciones de
una delincuencia que aumentaba.
La cosa estaba clara: se estaban dando todas las condiciones
posibles y más, para que, en poco tiempo, el Príncipe
Alfonso se convirtiera en una ciudad sin ley. Era necesario
hacer algo para evitar que el desempleo y la pobreza, el
bajo nivel de educación y el problema de la vivienda, y esa
idea casi generalizada de los vecinos convencidos de que no
les dejaban participar en la sociedad ceutí, no fuera el
caldo de cultivo de la delincuencia y de la violencia
juvenil de los inadaptados.
Pues bien, nada se hizo en su día. Y aunque es cierto que ha
habido algunos intentos de mejorar la situación, el mal ya
había creado su base de sustentación. Por lo tanto, ya no
son válidos los paños calientes, sino que es necesario sajar
por la parte sana. Una operación que ha de emprender el
delegado del Gobierno y el presidente de la Ciudad y
contando con la ayuda inestimable de los vecinos, que son
casi todos, que desean vivir en orden y ser tenidos como
ciudadanos de derecho en todos los sentidos.
La muerte de Mustafa Ahmed, un vecino ejemplar y un
hombre cabal, ha de ser la señal inequívoca de que el
Príncipe Alfonso forma parte de la ciudad. Ya está bien de
olvidos bochornosos.
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