Durante
la postguerra, en aquellos terribles años 40, los perros y
los gatos servían, mayormente, para que muchos españoles
pudieran desahogar en ellos sus instintos infrahumanos. La
escasez de alimentos, los horrores vividos en una guerra
recién terminada, las frustraciones, las injusticias
existentes, etc, hacían posible que los animales se viesen
perseguidos con manifiesta crueldad.
Los perros, salvo excepciones, vagabundeaban en su vejez,
abandonados a su suerte, tras haber cumplido con eficacia su
trabajo en el campo o al servicio de cualquier pastor. No
había comida suficiente para alimentar una boca
improductiva. Los animales, sarnosos, cubiertos de
parásitos, heridos, con tumoraciones y con los ojos
carcomidos por las legañas y la pena, andaban siempre
huyendo de las pedradas con que los chavales montaban sus
torneos de puntería y de malaúva.
El
analfabetismo reinante y la falta de sensibilidad daban pie
a que pocas personas pudieran impedir tamaña barbarie. Para
los animales, en aquella época, lo mejor era ser recogidos
por el carro de los perreros y ser sacrificados en cuanto
llegaban a las dependencias municipales preparadas al
respecto.
Los extranjeros, sobre todo los británicos, hablaban de
nuestra enorme crueldad con los animales, mientras nosotros
pensábamos que era una mariconada cuidar a un perro con el
esmero que lo hacían ellos. Con la llegada de los americanos
a las bases españolas, nos hacíamos cruces al comprobar de
qué manera viajaban desde Estados Unidos con sus mascotas y
de cómo éstas formaban parte principal de la familia.
Semejante comportamiento seguía pareciéndonos una
excentricidad y le buscábamos la parte negativa en menos que
canta un gallo.
Fuimos cambiando, ciertamente, a medida que nuestra forma
de vida iba mejorando, pero en los años sesenta aún se
cometían muchas canalladas contra los animales. Yo recuerdo
una, muy conocida por las autoridades madrileñas, que se
practicaba en el canodromo de Carabanchel: a los galgos
favoritos, para ganar la carrera, se les pisaba las patas
delanteras hasta ocasionarles la tumefacción necesaria y así
eran vencidos por los perros menos dotados y a los que los
mafiosos se jugaban la pasta gansa y la duplicaban.
Con el paso de los años, sin embargo, hemos ido mejorando e
innumerables españoles hemos aprendido que la lealtad, la
honradez y los sentimientos de un buen perro no tienen
precio. Si bien la mejora sigue siendo insuficiente: se
ahorcan galgos; se aserraron las patas de 15 perros en
Tarragona; en la Comunidad Autónoma de la Rioja, y
concretamente en la Sierra de Cameros, hay perros viviendo
en condiciones lamentables; se abandonan a los animales en
pleno verano y, peor aún, los envenenamientos de perros se
han hecho habituales.
En Ceuta, por ejemplo, y aunque los veterinarios no quieren
sembrar el pánico entre la población, ya se han
contabilizado, desde el mes de mayo, la muerte de doce
perros por medio de un veneno tan letal como desconocido:
según publicó este periódico y que yo he podido confirmar
poniéndome al habla con los profesionales. Unos
profesionales que están aturdidos ante lo que está
sucediendo. Y lo peor del caso es que las autoridades ni han
hablado con la claridad necesaria ni tampoco han puesto en
marcha los dispositivos urgentes para investigar las causas
de tan horrendas muertes.
Recibo información, a última hora y de buena tinta, de cómo
dos niños se han envenenado: será eso lo que estaban
esperando las autoridades para cumplir con sus obligaciones
de protegernos tanto a las personas como a los animales. Lo
cierto es que cundirá el pánico.
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