Viajé yo
muchas veces a Barcelona allá entre los años setenta y
ochenta. Y me alojaba en el entonces ya antiguo Hotel
Oriente, situado en plenas Ramblas. En el gran patio que
servía de sala de estar, y aprovechando mi estancia en la
ciudad, algunos profesionales del fútbol me visitaban y
terminábamos formando una tertulia que, con el paso del
tiempo, adquirió rango de costumbre. Luego, una vez que
debatíamos lo habido y por haber, nos íbamos a comer a Los
Caracoles. Y allí seguíamos aportando ideas y emitiendo
opiniones de lo que a todos nos chiflaba: el fútbol.
Una de las muchas discusiones que mantuvimos estaba
relacionada con la selección nacional. Por algo que venía de
lejos y que se había convertido en crónico: lo poco que
rinden los internacionales españoles y, por tanto, los
continuos fracasos que éstos venían cosechando y que no han
cesado desde entonces.
Durante nuestros intercambios de opiniones, yo expuse el
siguiente tema, hay jugadores que son fundamentales en sus
respectivos clubs y, sin embargo, no rinden lo más mínimo en
la selección. Y al revés: los hay con trazas de
prescindibles que, cuando se visten la camisa española,
rinden siempre por encima de lo que se espera y requiere de
ellos. Y conté el ejemplo que un sabio del fútbol, Ventura
Martínez, solía contarme cuando yo empecé a dar los primeros
pasos en la profesión.
Decía mi viejo y entrañable amigo que Juan Arza, Juanito o
El Niño de oro del Sevilla y Pichichi en la temporada 54-55,
era un mítico futbolista que imponía su ritmo en el conjunto
hispalense: así que todo el juego giraba alrededor de él. En
cambio, cuando jugaba con la selección su rendimiento bajaba
hasta extremos de que nunca consiguió destacar en el equipo
nacional. Para desesperación suya, de los seleccionadores,
de los aficionados y, por supuesto, de los innumerables
hinchas de su equipo.
Todo lo contrario le ocurría a Venancio: aquel tiarrón,
desgarbado y tenaz futbolista, que formaba parte de la
legendaria delantera compuesta por Iriondo, Venancio, Zarra,
Panizo y Gainza. Venancio era el menos destacado entre sus
compañeros. La gente solía reconocerle sólo su entrega, su
amor propio y la voluntad que derrochaba. Ahora bien, en
cuanto se ponía la camiseta roja se crecía y terminaba
cuajando grandes actuaciones.
Años
después, hubo otro caso similar y que, debido a la fama del
jugador, dio muchísimo que hablar. Me estoy refiriendo al
brasileño Ademir Da Guia. Uno de los más grandes futbolistas
que jamás hayan pertenecido al Palmeiras brasileño. Tuve la
suerte de verlo en Cádiz y quedé prendado de cómo se movía
en el césped. Era, sin duda, el gran jefe de un equipo donde
entre otros ases figuraban Luiz Pereira y Leivinha. Pues
bien, cuando le tocaba actuar en la selección, su fútbol
aparecía disminuido y A demir se convertía, ante el estupor
de muchos, en una pieza que hacía chirriar los goznes de un
combinado que sin él funcionaba a las mil maravillas.
Misterio que, al margen de los hombres reseñados, ha
ocurrido y sigue ocurriendo con muchos más futbolistas.
Es el caso de Fernando Torres: cuyo rendimiento en la
selección no está nunca en consonancia con la fama que se ha
ganado, justamente, en el Atlético de Madrid. Ante los
canadienses, el Niño dio pruebas suficientes de que jugar
con España le sienta como un tiro. Y no vale comparar su
rendimiento en las últimas temporadas con el de otros
compañeros de selección que aportan más que él. Calidad
tiene para cambiar su destino. Esperemos que tenga su
oportunidad ante Serbia y no caiga en la fatalidad de Arza y
otros muchos más. Cardeñosa, por citar a uno.
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