A los romanos les repateaba el
tiempo que empleaban los griegos disfrutando de grandes
reflexiones y largas parrafadas. No entendían el ocio de
éstos y hasta se mostraban desconfiados por lo que ellos
consideraban una costumbre perniciosa. Cincinato, por
ejemplo, sólo deja la espada por el arado y Catón pone el
grito en el cielo cada vez que cae en la cuenta de que para
los griegos no existen los días laborales.
A los españoles de mi niñez, y ya no digamos nada a los de
generaciones anteriores, también les sonaba a chino la
palabra ocio. No existían las vacaciones y a lo máximo que
se aspiraba era a frecuentar una playa donde le exigían a
las mujeres ponerse un albornoz que las dejaba como recién
salida de un baño turco. Lo cual era ya un logro impensable
lejos de cualquier punto costero.
Mi primer viaje de placer lo hice yo montado en un tren
carreta con destino Cádiz-Córdoba. Andaba recién cumplidos
los seis años y me lo pasé bomba dentro de un vagón donde
reinaba un ambiente que jamás he podido describir nunca en
toda su amplitud. Lo primero que se nos aconsejaba es llegar
a la estación con una hora de antelación para ser de los
primeros en coger asiento. Y, aun así, había que ser muy
rápido para no tener que viajar un gran trecho de pie y
mirando por unas de las ventanillas de un largo pasillo los
campos casi yermos de una España desolada.
El tren, con bancos enfrentados de madera, era arrastrado
por una máquina que se sulfuraba en cuanto el camino se
empinaba. Cestos y hatos llenaban el estante de mallas de
los equipajes y muchos se apilaban en el suelo, pues en los
vagones viajaban muchas mujeres que eran estraperlistas; es
decir, se dedicaban al tráfico del mercado negro y miraban
desde su atalaya la llegada de los guardias civiles.
Los vendedores callejeros, de todas las edades, desfilaban
por el vagón, ofreciendo a la venta plátanos, frutos secos,
pastas, pipas de girasol, dulces, billetes de lotería, agua,
etc. Y sus pregones se hacían notar: Agua fresca, Tortas
tiene buenas. Oye, las avellanas. A mí me encantaban los
mostachones de Utrera. En Utrera hacíamos una larga parada
para transbordar. Y la tediosa espera la combatíamos
comiendo las deliciosas tortas del lugar.
Durante el viaje pasaba por delante nuestra toda una corte
de los milagros: una mujer ofreciendo peines que nadie
compraba; un jorobado tocando un violín desafinado; un
trilero tratando de sacar rédito al juego de las tres cartas
y los innumerables vendedores de lotería. Llegábamos a
Córdoba derrotados pero contentos. Y dispuestos a disfrutar
de los placeres de entonces en una ciudad donde por aquel
tiempo la estación estaba llena de miserables y famélicos y
las calles abarrotadas de pedigüeños y de jornaleros sin
trabajo en la campiña.
Al cabo de varios días, acabada las cortas vacaciones,
regresábamos satisfechos a nuestro lugar de origen y sin la
menor muestra depresiva, falta de apetito o padecimiento de
insomnio por el regreso. Nuestra única preocupación, o sea,
la de mis padres, era poder ahorrar cuatro perras para poder
pagarnos, cuanto antes mejor, un nuevo viaje a la tierra en
que vivía parte de nuestra familia.
Por tal motivo, quedo sorprendido, un verano más, de las
declaraciones que hacen muchas personas en los informativos
televisados, sobre la depresión que les causa la vuelta al
trabajo después de haber viajado con las máximas
comodidades. Recorren Londres, París, Amsterdam; se adentran
por el exotismo de Tailandia, y quedan fascinados con
Canadá. Y a la vuelta propalan que tienen todos los males
del mundo y que necesitan sicólogo. Se nota que España sigue
yendo bien.
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