Viajo hacia mi casa en el autobús
de la línea y en él reina la algarabía de costumbre. La
radio funciona a todo volumen, pero aun así debo prestar
toda la atención del mundo para enterarme de lo que está
hablando el político de turno. Aunque el empeño exige estar
superior del oído. Le han preguntado sobre qué piensa de la
libertad de expresión y responde lo siguiente:
-En nuestra democracia, la libertad de expresión funciona
perfectamente. Es uno de nuestros grandes logros.
¡Toma del frasco! Y es que los políticos se creen que nos
pueden seguir tratando como carajotes a cualquier hora del
día.
Lo primero que debería haber dicho, semejante politicastro,
es que la libertad de expresión es el menos respetado de los
derechos inalienables. Y, a continuación, recitar de memoria
que la defensa y garantía de las libertades públicas frente
a las posibles arbitrariedades del poder constituyen la
esencia de toda sociedad democrática. Lo cual no se cumple.
Una situación nada nueva y que, desde que el mundo es mundo,
ha venido siendo motivo de lucha encarnizada entre los
poderosos y el pueblo gobernado por ellos. La legislación
sobre la libertad de expresión en la Atenas del siglo V
representa un precedente de las actuales leyes acerca de la
información: monopolio gubernativo de los medios de
comunicación; norma para los comunicados particulares. El
teatro era considerado el medio de comunicación social más
peligroso, estando sujeto a medidas que podían significar la
quema de las obras.
Más tarde, llegan los romanos y crean las bases legales de
una censura político-social, que alcanzaba la pena de muerte
para poetas, cantantes o autores de obras difamatorias o
calumniosas. Y qué hablar de las normas implantadas por el
cristianismo como religión oficial del Imperio romano.
Persecución a todo hereje e implantación de edictos
favorables a la ortodoxia. La quema de libros, durante el
mandato de Constantino se hace costumbre y el primero que
paga los vidrios rotos es un tal Ario.
Nos adentramos en la Edad Media, cuando estaba en su apogeo
la alianza del poder temporal y el poder espiritual, y
comprobamos cómo se castigaba cualquier instrumento de
comunicación que pudiera cundir desorden en la sociedad
feudal. Dicen las crónicas que sólo los viajeros, el bufón,
el juglar y el pordiosero constituían una especie de
contrasociedad, requerida a menudo por los poderosos para su
diversión. Si bien la Iglesia se mantenía vigilante y
dispuesta a intervenir.
En Ceuta, y si ustedes piensan lo más mínimo, sabrán
rápidamente quienes cumplen diariamente las funciones de
bufón y de juglar. Dentro de unos días aclararé las dudas
que haya al respecto.
“Si se diera rienda suelta a la prensa yo no permanecería ni
tres meses en el poder”. La frase corresponde a Napoleón
Bonaparte. Y la pronuncia tras el estallido revolucionario y
haber vivido la enorme floración de periódicos bajo un
régimen, en un principio, de absoluta libertad de expresión.
La libertad de expresión es el grito continuado de una
burguesía que necesitaba de ella para acabar con reyes,
señores feudales y el poder de una Iglesia que mandaba a su
antojo y se regalaba privilegios incesantes. Conseguido el
logro, los propios burgueses, es decir, el capitalismo puro
y duro, dejó al pueblo de lado y fue recortando sus
libertades siempre y, en ocasiones, de manera total y
absoluta. Oyendo decir al político, entrevistado por Carlos
Herrera, que la libertad de expresión funciona
perfectamente, en nuestra democracia, me han dado ganas de
ventosear con fuerza para celebrar su acierto. Anda y que le
den...
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