He aprovechado mis cortas
vacaciones para hacer lo que me suele gustar mucho: releer
ciertos libros. Uno de ellos ha sido El nuevo dardo en la
palabra. Y, enfrascado en la lectura de lo escrito por el ya
desaparecido Fernando Lázaro Carreter, pensé que escribir es
muy difícil y casi imposible hacerlo bien. Inmediatamente,
claro está, tuve la certeza de que mi osadía no tiene
límites por atreverme con esta columna todos los días. Y, a
renglón seguido, busqué la Gramática de la Lengua Española,
de Emilio Alarcos Llorach, para despejar algunas de las
muchas dudas que me siguen persiguiendo cada vez que abro el
ordenador y trato de contar cosas con la corrección debida.
Muchos periodistas terminaron odiando al maestro Lázaro
Carreter, prestigioso lingüista, porque sus dardos les
mostraba la impericia con que se manejan en un oficio donde
se necesita aptitud, voluntad, ilusión y un deseo permanente
de no dar cabida a lo rutinario. Lo veían como el azote de
la profesión y lo acusaban de ser un purista amante del
manierismo. Craso error.
Puesto que lo único que trataba el maestro es de aclarar
dudas y evitar vulgaridades (alante por adelante),
confusiones horripilantes (humanitario por humano) o
semejante barbaridad (degollo por degüello). Por cierto,
esta perla bien pudo tomarla de una portada que hizo un
director de un periódico ceutí. No hace falta ser un lince
para adivinar el nombre de quien cometió tamaña tropelía con
la lengua española.
Lo dicho me vale para recordar la necesidad que tienen los
periódicos de estar bien escritos. Siempre la tuvieron,
lógicamente; pero ahora más que nunca se impone el que los
medios de papel vistan sus mejores galas ortográficas y
luzcan la sintaxis adecuada. De lo contrario, apenas ganarán
la atención de un público que hace ya mucho tiempo viene
prefiriendo la radio y la televisión.
Un periódico mal escrito es, sin duda, el resultado de una
falta de interés por parte de sus hacedores y, desde luego,
una prueba palpable de que sus componentes no están
cumpliendo con las obligaciones contraídas: bien por haber
perdido las ilusiones o porque no reúnen las condiciones
exigidas por la profesión. Lo cual terminará poniendo a la
empresa, más pronto que tarde, al borde de la sima.
Sucede también, en ocasiones, que periódicos muy bien
escritos pierden interés porque uno de sus columnistas
desaparece de la escena: es el caso de ABC, debido a la
muerte de Jaime Campmany, meses atrás. Su ausencia ha dejado
un vacío imposible de paliar en parte por ningún otro
escritor de columnas. Ni siquiera la experiencia y la
brillantez de Martín Ferrand son capaces de hacer más
llevadero el problema que le ha planteado a la empresa la
ausencia del genial columnista murciano.
La prosa barroca y cachonda de quien fuera un falangista
convencido y desengañado de casi todo con el paso de los
años, era lo mejor de cada mañana para todos los que nos
levantamos dispuestos a disentir de lo escrito por las
mejores plumas nacionales. En Campmany primaba, a partes
iguales, el humor y la mala leche. Y, sobre todo, era él más
leído por las razones que Francisco Umbral da al respecto:
-El publico sigue prefiriendo-en la columna, por supuesto-
la pintura al análisis, la anécdota al dato y el humor a la
crítica razonada. Se trata, en fin, de unos lectores
desencantados de la política y sus palabras rituales.
Pues bien, desde aquí abogamos porque se escriba con la
corrección debida, si queremos mantener nuestros lectores.
En cuanto a los columnistas, día llegará en que Aróstegui y
compañía aprendan que la columna se quitó el luto cuando
murió Franco.
|