El pesimismo de Unamuno, de
Baroja, de Valle-Inclán, de Azorín, es decir, de los hombres
del 98, estaba más que justificado. Puesto que la España de
1900 era un caos y los nacionalismos comenzaban ya a
comportarse como verdaderos reventadores de la unidad
nacional, tratando de desgajarse de otras regiones que no
podían seguir el paso a su economía. Las mejores familias de
Cataluña respiraban independentismo.
De todos modos, conviene recordar que la burguesía catalana
jugaba siempre con dos barajas. Por un lado, necesitaba a la
España pobre para vender gran parte de sus productos y
nutrirse de la mano de obra barata; por otro, el
pistolerismo anarquista y el controlado por los empresarios,
consiguieron imponer el terror en las calles y éstos se
veían obligados a recurrir al Gobierno de Madrid para que
les echara una mano.
Cualquiera que haya leído un poco al respecto, sabe que si
en Cataluña no existe una banda terrorista al estilo de ETA
no es porque no haya sido deseada por sus movimientos
independentistas, sino debido a que, por encima de cualquier
otra cosa, la pela para los catalanes con pedigrí es
sagrada. Alguien dijo un día que en la tierra no hay más que
un dios: el dinero. Nada me impide pensar que la frase no se
le pueda atribuir a un catalán.
El particularismo cultural y político que reclama Cataluña,
actualmente, no es nuevo. Parten otra vez de cuando les dio
la calentura, terminando el siglo XIX, de propalar un
movimiento romántico, La Renaixença, para recordar historias
de una arcadia feliz que les había arrebatado el Rey más
odiado por ellos: Felipe V. A partir de ahí, La nacionalitat
catalana, de Enric Prat de la Riba, publicado en 1906, habla
ya de una nacionalidad catalana y de Cataluña como única
patria de los catalanes. La obsesión de los prohombres de la
tierra era crear movimientos específicos independientes de y
ajenos a la vida cultural de Madrid. Ni siquiera, salvo
raras excepciones, se preocupaban de las cuestiones y
debates que dominaban la cultura española: el 98. La
excepción pudo ser Maragall.
En contraposición a semejante provincianismo cultural,
surgió el modernismo promovido por Rusiñol y Casas, entre
otros artistas, empeñados en europeizar la cultura catalana
frente al espíritu cateto y arcaizante de la Renaixenca. Lo
cual recibió el visto bueno de un Azorín que veía con muy
buenos ojos el vigor de la nueva juventud artística y
literaria catalana (y citaba a Rusiñol, Casas, Maragall...).
Proclamada la República, los catalanes volvieron a las
andadas: tenemos hechos diferenciales tan grandes que
queremos ser nación. Y allá que lo intentaron desde el
balcón de una Generalidad que no dejaba de dar problemas a
un régimen que estaba dando sus primeros pasos en una España
donde Unamuno ponía el sentir trágico de ella. Con Franco
cedieron los catalanes en sus apetencias independentistas,
pero tuvieron tiempo para que los ricos se hicieran más
ricos con el Caudillo y fuera germinando la semilla de un
victimismo que no ha cesado aún. Un victimismo convertido en
arrogancia y que nos muestra, al margen de los camisas
negras de ERC, a un presidente del Barcelona, Joan Laporta,
dispuesto a anexionarse Valencia, Baleares y parte del
antiguo reino de Aragón.
Lo cual no es extraño, pues el presidente azulgrana,
emparentado con franquistas de toda la vida y de pensar que
con el Generalísimo vivían mejor, representa el verdadero
espíritu burgués de la tierra: el que llevó a sus mejores
representantes a pedir la independencia y, luego, terminaron
comiendo en las manos de los dictadores. Menos mal que
Laporta tiene siempre a mano a un Puentes Leira.
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