Alfredo Meca y Romero, secretario
de la Corporación en los años 30, escribía ya en las
memorias municipales acerca de la necesidad de atraer
turistas a la ciudad. Lo cual nos indica cómo desde el siglo
pasado las autoridades se preocupaban de que Ceuta fuera
visitada. Me imagino que entonces, cuando se vislumbraban la
llegada de tiempos tumultuosos y belicistas, el deseo de los
gobernantes radicaba, por encima de cualquier otro, en que
esta tierra fuera conocida por el mayor número de
peninsulares.
En rigor: tanto los técnicos como los políticos locales,
eran conscientes de que había que hacerle el artículo a un
pueblo que empezó a tener ciudadanía gracias a Felipe Alfau
Mendoza: comandante general. Y hasta tomaban medidas para
que los pedigüeños, niños o adultos, no osaran molestar a
quienes decidieran arribar a la ciudad, a fin de encaramarse
al monte Hacho para desparramar la vista sobre el
inconmensurable Estrecho. Era, sin duda, el mejor
ofrecimiento que los munícipes tenían para cautivar al
viajero.
Sin embargo, la cosa no funcionó si nos atenemos a lo que
hemos leído en esas memorias. Entre otras muchas razones,
porque, sinceridad obliga, ni corrían buenos tiempos ni
había medios adecuados para permitirse lo que podía
denominarse como un viaje de placer a un lugar que se puso
de moda cuando Leopoldo O’Donnell, allá en la mitad del
siglo XIX, tuvo que castigar un incidente fronterizo en
Ceuta y obtener del sultán garantías de que no habría nuevos
conflictos.
Pero llegaron los tiempos de auge, gracias a las
características comerciales de la ciudad, que tenía como
precedente la ley del 18 de mayo de 1863, y el boom de los
bazares situó a Ceuta en el primer plano de la actividad
comercial. Los barcos llegaban repletos de personas ávidas
de recorrer sus calles y en los comercios y restaurantes se
formaban colas.
Todo lo que empieza acaba. Y ya en los años 80 lo reflejaba
bien el periódico local: “Desciende el número de visitantes
porque la ciudad carece de infraestructuras”. Los
comerciantes, los más reputados, declaraban que el comercio
se estaba viniendo abajo porque apenas si ofrecía algún
atractivo para la llegada de peninsulares. Denunciaban la
escasez de alojamientos y ponían el grito en el cielo porque
el precio del barco era muy caro.
Eduardo Hernández, joyero prestigioso, no se mordió la
lengua entonces y dijo lo siguiente:
-Han pasado veintitantos años de la independencia de
Marruecos y no hemos hecho nada. Nos hemos dedicado a
sestear y a ganar el dinero fácil.
Aquel día lo miraron de reojo hasta los que se jactaban de
ser sus amigos.
José Antonio Rodríguez, viceconsejero de Turismo, quiso que
Ceuta fuera destino de muchos viajeros durante los fines de
semana. Viajeros procedentes de los más diversos puntos de
una Andalucía que tan cerca está de nosotros y cuyos
habitantes dan la impresión de que nos desconocen en grado
sumo.
Su proyecto, carente de cualquier atisbo faraónico, ha
servido para que mucha gente nacida en los pueblos blancos
del sur se diera un garbeo por aquí. De manera que a su
vuelta pudiera contar que la Ceuta actual es una hermosa
ciudad. Y muchas más cosas favorables. Ahora, tras
encargarle un sondeo a la Cámara de Comercio, volvemos a las
andadas: a soñar con Atraques de transatlánticos y peces
de colores. Está comprobado que gusta partir de cero, una y
otra vez. Eso sí, a costa de quedarnos solos cuando la
semana toca a su fin. Lo cual propiciará, nuevamente, que
salga a relucir la frase que hizo popular Curro: Ceuta es la
bella desconocida. Y a quejarse.
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