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OPINIÓN - JUEVES 27 DE OCTUBRE DE 2005

 

OPINIÓN / EL OASIS

La bella desconocida
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Alfredo Meca y Romero, secretario de la Corporación en los años 30, escribía ya en las memorias municipales acerca de la necesidad de atraer turistas a la ciudad. Lo cual nos indica cómo desde el siglo pasado las autoridades se preocupaban de que Ceuta fuera visitada. Me imagino que entonces, cuando se vislumbraban la llegada de tiempos tumultuosos y belicistas, el deseo de los gobernantes radicaba, por encima de cualquier otro, en que esta tierra fuera conocida por el mayor número de peninsulares.

En rigor: tanto los técnicos como los políticos locales, eran conscientes de que había que hacerle el artículo a un pueblo que empezó a tener ciudadanía gracias a Felipe Alfau Mendoza: comandante general. Y hasta tomaban medidas para que los pedigüeños, niños o adultos, no osaran molestar a quienes decidieran arribar a la ciudad, a fin de encaramarse al monte Hacho para desparramar la vista sobre el inconmensurable Estrecho. Era, sin duda, el mejor ofrecimiento que los munícipes tenían para cautivar al viajero.

Sin embargo, la cosa no funcionó si nos atenemos a lo que hemos leído en esas memorias. Entre otras muchas razones, porque, sinceridad obliga, ni corrían buenos tiempos ni había medios adecuados para permitirse lo que podía denominarse como un viaje de placer a un lugar que se puso de moda cuando Leopoldo O’Donnell, allá en la mitad del siglo XIX, tuvo que castigar un incidente fronterizo en Ceuta y obtener del sultán garantías de que no habría nuevos conflictos.

Pero llegaron los tiempos de auge, gracias a las características comerciales de la ciudad, que tenía como precedente la ley del 18 de mayo de 1863, y el boom de los bazares situó a Ceuta en el primer plano de la actividad comercial. Los barcos llegaban repletos de personas ávidas de recorrer sus calles y en los comercios y restaurantes se formaban colas.

Todo lo que empieza acaba. Y ya en los años 80 lo reflejaba bien el periódico local: “Desciende el número de visitantes porque la ciudad carece de infraestructuras”. Los comerciantes, los más reputados, declaraban que el comercio se estaba viniendo abajo porque apenas si ofrecía algún atractivo para la llegada de peninsulares. Denunciaban la escasez de alojamientos y ponían el grito en el cielo porque el precio del barco era muy caro.

Eduardo Hernández, joyero prestigioso, no se mordió la lengua entonces y dijo lo siguiente:

-Han pasado veintitantos años de la independencia de Marruecos y no hemos hecho nada. Nos hemos dedicado a sestear y a ganar el dinero fácil.

Aquel día lo miraron de reojo hasta los que se jactaban de ser sus amigos.

José Antonio Rodríguez, viceconsejero de Turismo, quiso que Ceuta fuera destino de muchos viajeros durante los fines de semana. Viajeros procedentes de los más diversos puntos de una Andalucía que tan cerca está de nosotros y cuyos habitantes dan la impresión de que nos desconocen en grado sumo.

Su proyecto, carente de cualquier atisbo faraónico, ha servido para que mucha gente nacida en los pueblos blancos del sur se diera un garbeo por aquí. De manera que a su vuelta pudiera contar que la Ceuta actual es una hermosa ciudad. Y muchas más cosas favorables. Ahora, tras encargarle un sondeo a la Cámara de Comercio, volvemos a las andadas: a soñar con Atraques de transatlánticos y peces de colores. Está comprobado que gusta partir de cero, una y otra vez. Eso sí, a costa de quedarnos solos cuando la semana toca a su fin. Lo cual propiciará, nuevamente, que salga a relucir la frase que hizo popular Curro: Ceuta es la bella desconocida. Y a quejarse.
 

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