España es primera de grupo en
número de donaciones de órganos. Esto es casi mejor que
encabezar la liguilla para el mundial de fútbol. Solidaridad
o crecimiento sostenible; el caso es que a los ciudadanos de
un territorio les da por echar un cable a otros después de
haber fallecido. ¿Para qué llevarme el riñón conmigo si se
puede seguir usando?, se preguntarán algunos. Lo mismo un
hombre, enganchado a una máquina de diálisis, puede darse
sus paseos tranquilamente, sin pensar en que el martes, el
miércoles y el sábado tiene que ir a renovar su sangre al
centro hospitalario. La verdad es que es un peso menos para
uno y un peso de oro para otro. 34 personas de cada millón
de ciudadanos españoles decide donar, al año, parte de sus
tejidos y de sus vísceras a otra persona, a quién nunca
conocerá, pero que le agradecerá de corazón, de riñón o de
córnea su regalo. Y si fueran 50, los tiempos de espera se
reducirían una barbaridad. Las cifras nacionales apuntan a
que seguimos manteniendo la media de órganos donados; el
equipo tira, altruista. Y nadie se sorprende cuando, de vez
en cuando, por la calle, a uno le piden el corazón y la
piel. Encantado de entregarlo, que mientras no se creen
epidermis de pvc, la mía sirve. Pero más allá de si somos
solidarios, si tenemos más desarrollado el sentido de la
generosidad que los canadienses, o si no nos importa ir de
prestado por la vida, el caso es que José, el vecino del
cuarto, que esperaba un riñón como agua de mayo, ya lo tiene
y en vez de ir al hospital, se toma sus pastillas y se va a
la piscina. Antes, Miguel decidió que ese órgano ya no le
pertenecería después de muerto; y la familia estuvo de
acuerdo; y los médicos rellenaron formularios a mansalva y a
todo correr llamaron a José, que estaba en el autobús,
peregrinando hacia su diálisis semanal. El hombre casi se
tira en marcha, pero luego se puso serio, no vaya a ser que
le pase como la última vez y no sea compatible. Pero mira,
esta vez hubo más suerte que en Korea.
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