El mundo del toro tiene en las
televisiones relatores estupendos y magníficos glosadores.
No es la primera vez que me pronuncio, como aficionado que
soy desde que vestía pantalón corto, sobre la maestría de
Manolo Molés narrando un espectáculo taurino. En la última
feria de otoño de Madrid, he tenido la suerte de recrearme,
nuevamente, en su extraordinario hacer y en los comentarios
de Antoñete y de Emilio Muñoz. Cada cual con su peculiar
estilo, pero dando ambos una lección de sapiencia que nos
facilita la comprensión de un oficio en el cual, además de
complejidad, existe siempre el riesgo de ir al hule con las
carnes abiertas.
Tampoco se quedan atrás quienes cumplen la misma función en
la 1 de TVE. Con una particularidad: hacen que nos sintamos
orgullosos de lo bien que suena el español bien hablado.
Fluidos de palabras, que no precipitados, da gusto oírles
narrar y comentar las actuaciones de toreros, toros y demás
participantes de la fiesta, con una precisión en la que todo
vocablo desempeña la función para la que fue creado. Y hasta
se preocupan de que el glosador sea un torero que tenga por
la palabra la misma afición que le hizo triunfar en los
ruedos. De ahí que hayamos tenido la suerte de saber más del
mundo de toro por medio de los excelentes comentarios de
Roberto Domínguez o, últimamente, de Raúl Gracia, El Tato.
Sin embargo, nos apena decir que en el fútbol todo se
desarrolla de manera contraria. Que las retransmisiones han
ido de mal en peor y han llegado a ser un desastre en todos
los sentidos. Ya no es que se grite, desaforadamente, y haya
que reducir la voz del aparato hasta términos inaudibles. Ni
que se haga trizas el idioma. Ni mucho menos que tengamos
que soportar las mentiras contadas por unos locutores que no
saben ni papa de lo que están viendo. O bien hablan de oídas
y anulan, de paso, la voluntad de un comentarista que teme
perder su colaboración. Unas veces por ganar unas pesetas y
otras, como sucede con entrenadores en activo, para no
perder la cuota de popularidad que ofrece un medio tan
colosal como es la televisión.
Todo lo dicho, digo, sería insoportablemente soportable,
siempre y cuando Antena 3 nos prometa, por todos sus
muertos, que J J Santos y un tal Luque, nunca más serán los
encargados de ponerse delante de un micrófono para decirnos
cómo la selección española busca clasificarse para el
Mundial de Alemania. Porque si no es así, y aunque me tilden
de antiespañol, hoy mismo me apresto a pedir en una novena
la eliminación de los españoles en la muerte súbita de la
repesca.
Santos y Luque han conseguido algo que yo creía imposible:
convertir a Michail Robinson en un privilegiado de las
retransmisiones futbolísticas. Y, por supuesto, han dejado a
Carlos Martínez, también de Canal digital, en las mejores
condiciones para que reciba un premio por no ser ya el
relator que más oídos ha desgraciado en su vida profesional.
El partido frente a San Marino fue ya la gota que colmó el
vaso de los despropósitos balompédicos televisados. ¡Qué
horror! Qué sensación de impotencia al no poder tener línea
directa con el susodicho Santos para cantarle las cuarenta.
Alocado en todas sus intervenciones: lo cual le hacía
cometer errores de bulto. Obsesionado, hasta el sonrojo, con
que los bosnios empataran el partido; un deseo general que
fue decayendo por culpa del narrador, en todo momento
empeñado en que supiéramos que un locutor de Antena 3
mantenía al seleccionador al tanto de lo que ocurría en
Belgrado. Una vergüenza nacional. Un disparate televisado.
Chabacanería insoportable. ¿Será así en Alemania?
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