Nunca fue España más España que
cuando todos sus pueblos hicieron causa común con Castilla y
las carabelas de Colón arribaron por casualidad a playas
americanas. En la conquista intervinieron vascos, catalanes,
aragoneses, castellanos, gallegos, andaluces, valencianos...
Todos ellos estimulados por el pensamiento grande de un
marino hicieron posible la formación de un Estado nacional
entre hombres que no necesitaban argüir comunidad de sangre
y de idioma como fuentes de pertenencia a una nación.
Aquella memorable empresa de hacerse a la mar, a la búsqueda
de unas tierras desconocidas, puso de acuerdo a grupos
humanos para ejecutar juntos hazañas que aún, por más que
sigamos leyendo al respecto, nos parecen misiones
imposibles. Y todo gracias a unos Reyes, Isabel y Fernando,
que, a pesar de sus innumerables dudas en relación con la
idea de Colón, se dieron cuenta de que estaban ante un
proyecto que les proporcionaría la oportunidad de aunar
voluntades entre pueblos distintos. Una virtud que
Maquiavelo atribuyó más a la habilidad política de Fernando
que a la fe de Isabel en un navegante ambicioso y tenaz.
Cuando Castilla, tras muchos años tirando del carro del
estimulo nacional, cedió en su empuje, catalanes y vascos
creyeron que había llegado la hora de ser ellos quienes
proclamaran a los cuatro vientos sus valores indispensables,
dentro de una España con la que ya no querían compartir
nada. Miento: jamás han dejado de querer participar en todo
lo que les produzca bienestar económico.
Y así hemos llegado, una vez más, a una situación en la cual
Cataluña se ha emperrado en convertirse en nación. Alegando
que tienen lengua propia, costumbres distintas, historia y
cultura diferentes y... la biblia en verso. Semejante
despropósito ha desembocado en la presentación de un
Estatuto que produce vergüenza en cuanto uno se adentra en
su lectura.
Un Estatuto alentado por ZP y que nunca pasará la prueba
final. Aunque lo que sí ha conseguido es poner a los
ciudadanos en pie de guerra contra los dirigentes catalanes.
Hombres de mentes estrechas, y en algunos casos atiborrados
de odio charnego contra el resto de españoles.
El caso de Carod-Rovira es tan sangrante como fiel reflejo
de lo que suele suceder en Cataluña, mayoritariamente, con
quienes llegan a ella de las más duras regiones. Y que a mí
me fue posible comprobar cuando frecuentaba una tierra donde
el emigrado o hijo de emigrado, se convertía casi siempre en
un furibundo nacionalista y en alguien capaz de mirar por
encima del hombro a cuantos estuviésemos de paso. Hasta el
punto de que en ese querer ser más catalanes que los propios
catalanes, para desterrar el complejo de sus orígenes,
resultaban violentos e insoportables. Actitud que causaba,
en bastantes ocasiones, el desprecio de los nativos con
pedigrí.
“Durante mi vida -decía Floridablanca en sus postrimerías-
yo no me he propuesto otra cosa que ensanchar el caletre de
los españoles”. Lo cual debería ser un punto de obligada
aprobación en el próximo Consejo de Ministros. Así
tendríamos a María Teresa Fernández de la Vega, como
portavoz del Gobierno, diciendo que hoy los ministros hemos
tomado el acuerdo por unanimidad de pensar en grande. De
manera que abortaremos, inmediatamente, cualquier intento de
destrozar la unidad de España. Y, desde luego, debo anunciar
que el primero que dará ejemplo es el presidente del
Gobierno, reconociendo que jamás volverá a enmudecer cuando
le pregunten por la españolidad de Melilla y de Ceuta.
De esa manera, bien podría celebrarse, a bombo y platillo,
el Dia de la Hispanidad.
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