Las señoritas del ropero tuvieron
mucha fuerza durante los años del franquismo. Sobre todo en
las dos primeras décadas de la dictadura. Cuando a Dios se
le permitía opinar de la vida pública y España estaba
dominada por el nacionalcatolicismo. Algo que debe recordar
Benedicto XVI.
Las señoritas del ropero eran casi todas solteras que
detestaban a los hombres y también las había casadas que ya
no funcionaban con sus maridos y gustaban de estar muy cerca
de la amiga piadosa o del cura apetecido. Tales señoritas
eran todas muy afanosas: laboraban sin descanso y hacían
jerséis que luego regalaban a los pobres. Eran de misa
diaria y muy asiduas de las novenas y visitadoras de
enfermos a los que iban preparando para el trance final.
Un día, siendo yo un monaguillo aventajado, la señorita
Charo, que era la primera entre sus iguales, me preguntó si
yo sabía cómo tenía la moral el padre Bermudo, y al
responderle que yo no se la había visto, me castigó sin
leche en polvo y sin queso americano. Pensó torcidamente,
como casi siempre piensan las mujeres carentes de diversión,
y la pagó conmigo.
La señorita Charo era soltera y cincuentona, pero gozaba de
un atractivo que le permitía atraerse las miradas de hombres
y mujeres. A ella, según decían, le gustaban los jóvenes:
todos los jóvenes en general. Sin distinción de sexo. Sin
embargo, se pasaba el tiempo deshojando la margarita y su
falta de decisión terminaba por agriarle el carácter más
veces de las debidas. La señorita Charo, de haber vivido en
estos tiempos, habría sido una alcaldesa estupenda y con
derecho a elegir guardaespaldas adecuado a sus necesidades.
La señorita Charo se me ha venido a la memoria viendo la
fotografía de la alcaldesa de Marbella: su parecido con mi
paisana es tanto que he pensado en ella inmediatamente.
Cierto que Marisol Yagüe es rubia de bote y tiene más kilos
que los que portaba la señorita Charo, pero luce idéntico
crucifijo cerca de la pechera y posa con ceño similar. Y por
lo que he leído sobre ella, sé que es también muy aficionada
a cantar en coro y que se pirra por los jóvenes musculosos.
Marisol Yagüe, que por lo visto no funcionaba con su marido,
ha visto el cielo abierto con el guardaespaldas que le
pusieron o que ella tuvo a bien elegir. Porque las mujeres,
cuando cumplen medio siglo, no se privan de lo mejor si la
situación les es propicia. Y ser alcaldesa de Marbella, sin
duda, es cargo tan importante como para que la Yagüe se haya
permitido el lujo de imitar a Estefanía de Mónaco, metiendo
a su guardaespaldas en la cama.
El guardaespaldas de la monterilla se llama Emiliano y, por
lo visto, es de los que saben muy bien que a las mujeres hay
que hacérselo todo por abajo. Y hete aquí, pues, que la
alcaldesa anda loca con su protector. Ella no cesa de
propalar que le ha robado el corazón y que le ha insuflado
fuerzas suficientes como para destituir a dos concejales del
PA por corrupción.
Eso sí, la alcaldesa de Marbella, aquí se cumple eso de que
todo pueblo tiene el alcalde o la alcaldesa que merece, no
sólo anda en perpetua luna de miel con Emiliano, sino que se
ha preocupado de que su ex marido, su mano derecha en la
Delegación de Hacienda municipal, gane cada vez más dinero.
Y hasta le ha subido el sueldo a su novio y compañeros de
éste. Mujeres como ellas son las que los hombres necesitan.
Y pensar que aquí dejamos marchar a Aida Piedra, por un
quítame allá esas pajas. Pues siendo de la misma escuela que
la Yagüe, aunque más joven, seguro que habría dado un juego
similar. Claro que la culpa fue de Sampietro, por carecer
éste de lo que tiene Emiliano: ¿verdad señora Yagüe?
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