Intelectuales es el título de un
libro escrito por Paul Johnson, y en el que éste hace un
análisis de las credenciales morales y de juicio de ciertos
intelectuales notables, para aconsejar a la humanidad sobre
cómo conducir sus asuntos. Dice el autor, de una obra que
llevo leída tres veces y en la que suelo bucear cuando lo
creo conveniente, que para reunir los detalles de la vida de
quienes se dedicaron a pensar y a dictar normas, tuvo que
leerse muchas biografías de ellos. Muchos son los nombres de
personajes que aparecen en el libro ya reseñado: Kart Marx,
Henrik Ibsen, Tolstoi, Bertolt Brech, Bertrand Russell… Pero
el primero en tan larga lista es, como no podía ser menos,
Jean-Jacques Rousseau. A quien lo tilda como un loco
interesante. Un loco del que asegura que hizo una virtud del
más repelente de los vicios: la ingratitud.
Uno de sus biógrafos señala que gozaba de una técnica
extraordinaria para destacar sus problemas y su pobreza, y
en cuanto alguien le tendía la mano, se revestía de un
orgullo inusitado y se preparaba ya para arremeter contra su
bienhechor. Eso sí: nunca le hacía asco a lo que le
ofrecían. Esta forma de actuar es conocida por el mal de
Rousseau y se da con bastante frecuencia en innúmeras
personas. Y, cómo no, en los dirigentes de ciertos de
países, que se han ganado fama de no ser fiables cuando se
trata de mantener un ápice de lealtad hacia otros
gobernantes que están procurando por todos los medios
lavarles la imagen ante la Unión Europea. Importándoles un
bledo que en el empeño se queden con las vergüenzas al aire.
Los dirigentes marroquíes siguen dando muestras de que el
mal de Rousseau es enfermedad muy difícil de tratar o bien
no ponen los medios suficientes para sanar de ella. Y han
vuelto a dar pruebas de su ingratitud en cuanto se les ha
presentado la ocasión ante una comisión europea. Llegó una
delegación marroquí a la plaza mayor de Europa, Bruselas,
encabezada por el ministro delegado para Asuntos Europeos,
Taeib Farsi Fhiri, y lo primero que se les ocurrió es
presentar a Ceuta y Melilla como ciudades “ocupadas”. Una
declaración que fue distribuida posteriormente a los
informadores durante una conferencia de prensa ofrecida por
el ministro marroquí. A partir de ahí lo mismo de siempre:
el representante español en la reunión advirtió de ello a la
presidencia británica, quien expresó ante Marruecos que la
UE rechazaba esa forma de referirse a dos ciudades que son
españolas y que, por tanto, forman parte de la UE.
Y ya tenemos otra vez a Imbroda, presidente de Melilla,
pidiéndole explicaciones al ministro de Exteriores, Miguel
Ángel Moratinos, y a ZP bramando entre bastidores que las
autoridades marroquíes no son de fiar y que está hasta los
adminículos de que lo dejen, una y otra vez, haciendo el más
espantoso de los ridículos. Y el hombre lleva toda la razón
del mundo. Porque mira que está haciendo malabares para
contentar a Mohamed VI, y que si quieres arroz, Catalina. A
Mohamed VI y a los partidos nacionalistas: que han hecho del
mal de Rousseau un dogma con el que intentan convertirnos a
los demás españoles en lacayos suyos.
El comportamiento de los marroquíes en Bruselas responde,
sin duda, al anuncio que ha hecho el presidente del Gobierno
de su visita a Ceuta. Ha sido el primer gesto contrario a lo
mal que han digerido que ZP se haya atrevido a declarar lo
que nunca antes se atrevió ningún presidente. Miento: Adolfo
Suárez lo anunció y arribó a la ciudad. Así que debemos
prepararnos, de aquí en adelante, a sufrir con más
insistencias las tarascadas reivindicativas de unos vecinos
que anteponen la ingratitud al sentido común y que hacen
todo lo posible para que las relaciones sean tortuosas.
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