En España circuló con insistencia
una historia, graciosa pero absolutamente falsa, que
apareció en el libro El Caudillo y el Otro impreso en Buenos
Aires, allá en los sesenta, en el cual decía que el doctor
Puigvert había operado de una dolencia muy grave a Franco y
que éste al despertar, le dijo agradecido al célebre
urólogo:
-Doctor: le debo a usted la vida.
La respuesta del eminente especialista catalán, según el
libro, fue la siguiente:
-Pues no se lo diga a nadie que bastantes enemigos tengo ya.
En Mi vida... y otras más, memorias de Puigvert, éste lo
desmiente. Y añade que jamás tuvo que operar a Franco de
nada. Quien sí se tuvo que poner en sus manos fue Muñoz
Grandes. Lo cual le permitió al cirujano comprobar el mucho
afecto que por él sentía el Jefe del Estado. Lo cuenta así:
-La emoción de un hombre normalmente poco propenso a
expresiones efusivas es algo que produce escalofríos. Y
antes de salir de aquella salita del hospital (Franco visitó
a Muñoz Grandes) me esperaba una última sorpresa: vi al
Caudillo sacarse un pañuelo del bolsillo (vestía de paisano)
y pasárselo por los ojos humedecidos.
Antonio Puigvert decía ser un hombre de izquierda,
republicano y catalanista. Contaba que había servido como
capitán-médico en el Ejército de la República. Y que fue
denunciado y, por fin depurado... Pero confesaba
abiertamente que durante largos años fue amigo personal de
un gallego, de profesión militar, que se llamaba Francisco
Franco Bahamonde.
Es lo que ha venido a decir, más o menos, el presidente de
Melilla, Juan José Imbroda, al colocar de nuevo una estatua
de Franco en un lugar destacado de la ciudad. Pero mucho me
temo que esa disculpa no le valdrá para evitar el que
aumente el número de sus enemigos ni tampoco para que el PP
sufra las consecuencias de ese gesto. Pero Imbroda, según
estamos viendo en los últimos días, se ha soltado la melena
y lleva camino de convertirse en un escudo de la derecha que
trata de liberarse de los complejos.
De Franco se viene hablando mucho en estos días ya cercanos
al aniversario de su muerte. Y a mí se me viene a la memoria
lo que le ocurría al mirante Abárzuza, ministro de Marina
entre finales de los cincuenta y principio de lo sesenta,
cuando tenía que acudir al Palacio del Pardo para la
celebración de los consejos de ministros. Se descomponía.
Cambiaba de carácter y se le reflejaba a la legua, días
antes del hecho, la intranquilidad que le embargaba.
Recuerdo perfectamente que el teniente de navío y ayudante
del ministro, Carlos Alvear, solía decir que Abárzuza nunca
se acostumbraba a aguantar la mirada de Franco. Y que ni
siquiera se atrevía a dejar las reuniones aunque se
estuviera haciendo polvo la próstata. Una vez, al ministro
se le ocurrió decirle al Caudillo que tenía pensado acabar
con el abuso que de los coches oficiales hacían tanto los
jefes como los oficiales. Y la respuesta que recibió de éste
fue la siguiente: “Deje usted que hagan lo que quieran y no
me convierta en enemigos a los pocos que aún me son fieles”.
Anécdota cierta: sucedió cuando yo estaba en el ministerio y
a las órdenes directas del ministro. Y fue muy comentada
entre el personal de confianza de Abárzuza. Lo cual viene a
con firmar que a Franco no le gustaba saber la verdad de
muchas situaciones. Sino que prefería hacerse el lipendi en
todo lo que siendo un mal le reportaba beneficios. No me
extraña, pues, que supiera que doña Carmen iba haciendo una
fortuna con los regalos que recibía por parte de los
joyeros. Por lo cual se deduce que el general formó parte de
la cofradía de los del trinque.
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