Creo que fue Schuster, entrenador
del Getafe, quien dijo que las cortinillas se les cierran
cuando debe dirigir un partido en horas intempestivas. Y no
me extraña que el alemán sea propenso a dar cabezadas cuando
los encuentros son televisados por las autonómicas. Porque
es algo que a mí me suele ocurrir todas las noches cuando,
sentado ante el televisor, el reloj marca las once. De ahí
mi temor a dormitar durante las intervenciones de Juan Jesús
Vivas y Juan José Imbroda en el Debate sobre el Estado de
las Autonomías. Porque al serme imposible presenciarlas en
directo, hube de esperar a que RTCE las diera al filo de la
medianoche. Y confieso, justo es decirlo, que fui dueño de
mi cabeza de principio a fin. Es decir, desde que abrió la
boca Vivas, pasando por Imbroda, y terminando en el preciso
momento en que Maragall volvía a la tribuna de oradores. Ahí
se me acabó el fuelle y salí corriendo para meterme en la
piltra. Por tal motivo, escribo de un asunto que mantuvo en
vilo a muchos ciudadanos. Juan Vivas, a medida que se va
atiborrando de disciplina de partido, discursea con una
dureza a la cual nos tenía desacostumbrados.
Está en ese momento donde alguien podría decir muy bien lo
de “Éste no es mi Juan que me lo han cambiado”. Porque Vivas
ha sido siempre persona que no ha gustado de combatir con
las palabras, y mucho menos en público, sino de maniobrar
desde la trastienda. No olvidemos que Vivas, como
funcionario que es de gran talla, se ha pasado muchos años
ejerciendo un dominio en la sombra sobre los políticos de
cada época. Una tarea que, por repetida, se aprendió de
memoria y, lógicamente, consiguió dominar a la perfección.
De todos modos, los discursos de nuestro presidente están
todavía faltos de ese ardor guerrero con que Imbroda
revistió el suyo. Un Imbroda a quien nunca se le cayó de la
boca el nombre del presidente del Gobierno y que estuvo más
en jabalí que en tenor. Lo cual hizo fruncir el ceño, en
ocasiones, a ZP. Pero sigamos hablando de nuestro
presidente: llegaba éste a la Cámara aleccionado por su
partido para que se mostrase beligerante y, cómo no,
obligado a defender los intereses de Ceuta. Ni que decir
tiene que no tardó en recordar que con Aznar los ceutíes
vivían mejor. Y tampoco desaprovechó la ocasión para
refregarle por la cara a ZP lo ocurrido en la cumbre de
Sevilla. Y entre una cosa y otra, comenzó a pedir sin
tomarse el menor respiro. Y tanto pedía que la ministra de
Medio Ambiente, Cristina Narbona, hizo un gesto con las
manos para tildarle de pesetero. Pero en momento tan crucial
y oportuno, lo conveniente es pedir por exceso y nunca por
defecto.
Ahora bien, analizado el discurso del presidente, y por más
que uno haya reconocido que ya tiene esa parte de hiel que
tanto se le reclamaba, todavía podemos decir que su
parlamento fue suave pero digno, austero pero no áspero,
cortés y completamente sereno. Que es como aconseja
comportarse, en tales ocasiones, un tal Lyn Yutang. Sin
embargo, lo mejor de la tarde -noche para mí- lo ofreció el
presidente del Gobierno. El cual, y aunque le sigue pesando
como una losa el gesto de echarse un trago de agua al coleto
y no responder a la pregunta de marras en la cumbre de
Sevilla, estuvo breve y contundente en las respuestas;
sabiendo que jugaba con el comodín: anunciar la visita a
Ceuta y Melilla, acompañado de varios ministros, a primero
de año. A partir de ese momento, lo único que pensé es lo
comentado entre conocidos en su día: que a veces es bueno
que las aguas se salgan de su cauce para que se construyan
diques sólidos. ZP lo ha entendido así.
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