Cuando uno ve lo que está
ocurriendo en ciertos barrios de París y de otras capitales
francesas, teme inmediatamente que ese terror sirva para
poner en pie de guerra a los iguales de esa turba en España.
Aunque ésta aún no tenga registrada la tasa de inmigrantes
que existe en Francia. Tantas noches de violencia callejera
-parisina, marsellesa...- están haciendo que se froten las
manos cuantos sienten aversión por los franceses. Y, encima,
les dicen que se han ganando a pulso el padecer tal
desgracia: por ser antiamericanos furibundos, rendidos
admiradores del islamismo y antijudíos. Desde la COPE se
siguen dando ejemplos estupendos de cordura. Que Dios nos
coja confesados.
A mí, sin embargo, lo que está
ocurriendo en Francia me recuerda la lectura de un libro
que me regaló Fernando Rodríguez, hace ya muchos meses:
Identidades asesinas es su título. Y confieso que merece la
pena poseerlo como libro de cabecera; sobre todo para tener
una idea más clara acerca de la locura que incita a los
hombres a cometer actos que puedan atentar contra la vida
ajena o destrocen bienes privados o públicos.
Según las noticias que hemos ido
recibiendo, desde hace ya doce días, los jóvenes violentos,
en su mayoría de origen magrebí, son nacidos en Francia y
sus padres consiguieron un modo de vida que les permitió
librarse de las injusticias y miserias del lugar de
procedencia. De manera que muchos ciudadanos no entienden
los motivos que tienen los hijos para expresar tanta fobia y
desatar toda la ira contenida durante la niñez. Y no faltan,
y no son pocos, los que ven en esas actuaciones un nuevo
tipo de Intifada, de violencia antisistema, dispuesta a
implantar un feudalismo atroz en las grandes barriadas
urbanas.
Leyendo y escuchando atentamente
semejantes opiniones, uno acaba por creer que esos jóvenes
han crecido en un ambiente que les permite ser usados para
beneficios de terceros. Lo que no sabemos es quienes son
esos terceros. O mejor dicho: para acertar habría que
apuntar, a tontas y a locas, a varios sitios. Pero vayamos
con el tipo de joven que se manifiesta como un bárbaro por
las calles de las grandes urbes francesas: descrito
perfectamente por Amin Maalouf, autor del libro ya reseñado.
Dice así: “El aprendizaje se
inicia muy pronto, ya en la primera infancia.
Voluntariamente o no, los suyos lo modelan, lo conforman, le
inculcan creencias de la familia, ritos, actitudes,
convenciones, y la lengua materna, claro está, además de
temores, aspiraciones, prejuicios, rencores, junto a
sentimientos tanto de pertenencia como de no pertenencia. Y
enseguida también, en casa, en el colegio o en la calle de
al lado, se producen las primeras heridas en el amor propio.
Los demás le hacen sentir, con sus palabras o sus miradas,
que es pobre, o cojo, o bajo, o “patilargo”, o moreno de
tez, o demasiado rubio, o circunciso o no circunciso, o
huérfano; son las innumerables diferencias, mínimas o
mayores, que trazan los contornos de cada personalidad, que
forjan los comportamientos, las opiniones, los temores y las
ambiciones, que a menudo resultan eminentemente edificantes,
pero que a veces producen heridas que no se curan nunca”.
Pues bien, en el seno de cada
comunidad herida, llegado el momento, surge el cabecilla de
turno que agrupa a los descontentos para arremeter contra
“los de enfrente”, y se arma la marimorena: en este caso,
la llamada rebelión de los miserables franceses. Que buscan
afirmar su identidad, por medio de lo que consideran un acto
de valor, un acto liberador...
En Ceuta, afortunadamente, nos
seguimos conllevando de maravilla. Un ejemplo que debiera
cundir por el mundo.
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