Las caras de la inmigración son bien distintas. Ceuta, una
de las principales puertas a Europa para el continente
africano, es prueba de ello.
En pleno centro de la ciudad, tras el edificio de la Cruz
Blanca, una vieja nave abandonada sirve como refugio para
los “invisibles”: inmigrantes indocumentados que, en su
mayoría, no figuran en ningún expediente policial.
Los que habitan en la primera planta de este barracón son un
grupo de argelinos. ¿Cuántos? La cantidad varía sin razón
aparente. Hace dos noches, más de cincuenta personas dormían
en el interior de este antiguo almacén cercano al complejo
residencial Galera En los pasillos, enormes montañas de
basura. En cada una de las estancias, se hacinan los
argelinos. Algunos llevan sólo un mes viviendo aquí, otros
llevan años. Todos esperan su oportunidad, la de cruzar a la
Península para llegar a Europa y tener una vida mejor.
Mientras llega el momento, sobreviven como pueden.
Se organizan por procedencias e incluso por sexos. Las
mujeres siempre duermen juntas, en un rincón. Abajo los
marroquíes, arriba los argelinos y en otra nave los
subsaharianos. No se mezclan. Sobre todo entre marroquíes y
argelinos. Estos últimos no quieren saber nada de nuestros
vecinos ya que son muchos los que dicen ser argelinos para
evitar ser devueltos de inmediato a Marruecos. Los argelinos
lo saben y están indignados.
Dignidad. Pudiera parecer que alguien capaz de vivir entre
la basura acompañado por ratas del tamaño de un gato no sabe
lo que es eso. Pero nada más lejos de la realidad. Dicen que
ésta es la única forma que tienen de sobrevivir en España
sin ser devueltos a Argelia y, a pesar de la pobreza y la
necesidad, prefieren mantenerse así que ser devueltos a su
país porque “nosotros sólo queremos cruzar a Europa y allí
ya nos buscaremos la vida como sea”.
En Ceuta, los días transcurren sin demasiadas cosas que
hacer, los inmigrantes abandonan la nave en cuanto pueden
porque, aseguran, vivir entre la basura no es agradable.
“Somos personas y como a todos, nos parece que vivir así es
inhumano, pero es lo único que tenemos”, afirma un joven
argelino. Deambulan por las calles de Ceuta buscando un poco
de comida que llevarse a la boca. Algunos tienen conocidos
marroquíes en el Mercado Central que suelen darles algo de
alimento. En este aspecto, cada uno se las ingenia como
puede no hay comida comunitaria, lo que consigues es para
ti.
En el barracón del Sardinero, tienen luz y agua porque han
cogido tomas de la Cruz Blanca y de los edificios próximos.
Los vecinos son los únicos conscientes de la presencia de
estos “invisibles” y están hartos. Tienen miedo por sus
hijos ya que este edificio es un foco de infecciones y piden
que se les haga caso por parte de las autoridades. La Ciudad
Autónoma, en principio, no tiene por qué intervenir ya que
se trata de un edificio privado. Todos tienen motivos por
los que protestar: vecinos, autoridades e inmigrantes. Pero
estos últimos, si nos fijamos en algunas de las historias
que relatan, tal vez tengan una razón extra para ser
escuchados.
Después de pasar cinco días en un hotel de Ceuta a Fethi
Chihoub se le acabó el dinero. Cinco años trabajando en
Torrevieja para acabar aquí, comenta mientras cocina una
tortilla de patatas en un pequeño hornillo. Este argelino
afirma que bajó hace poco más de un mes a visitar a su
hermano a Ceuta y, desde entonces, permanece en la ciudad,
retenido en una especie de limbo legal. Chihoub asegura que
actualmente está en proceso de regularización, pero que el
resguardo de su futura tarjeta de residencia no ha servido
para que le identifiquen como argelino en la Comisaría.
Mientras espera a que pase algo que le devuelva a la
Península, donde “me espera mi novia” y, según explica, un
jefe de obras, se acomoda entre cartones y ropas viejas con
el único objetivo de “pasar el tiempo lo mejor posible”.
Su pasaporte desapareció un día de su bolsillo, no sabe cómo
ni cuándo y ha decidido enviar su resguardo acreditativo a
Torrevieja, para ver si desde allí puede realizarse algún
otro trámite. Fethi se mantiene a la espera pero no por
mucho tiempo: “aquí no hay ningún trabajo para mí y no puedo
demostrar que soy argelino”. Pero su situación no sería, ni
de lejos, la peor de todas desde el punto de vista legal.
La mayoría de los argelinos que malviven en el barracón del
Sardinero han llegado hace unos meses a la ciudad, sin
referencias peninsulares. Algunos pasaron por el CETI, pero
no han podido permanecer demasiado tiempo en las
dependencias del centro. Los menos cuentan con una orden de
expulsión de España, y sólo uno enarbola un documento
oficial de su país. Este argelino ha iniciado los trámites
de solicitud de asilo político en España, pero asegura que
del CETI le remiten a Comisaría a por papeles que le
permitan residir allí; desde la Policía le aseguran que con
lo que tiene es suficiente. Al final dice que ha decidido
vivir en el barracón.
Las condiciones higiénicas (palpables y respirables) no
hacen otra cosa que agravar infecciones y heridas. Un
argelino lleva varios días con fiebre y las marcas de su
cuerpo apuntan a que podría padecer sarna. Permanece tendido
en un colchón, algo apartado del resto del grupo, y pide
medicación o pomadas que lo alivien.
Con un “aquí somos todos argelinos” los inmigrantes reclaman
que les identifiquen como tales. Aseguran que ni un solo
marroquí convive con ellos en la segunda planta del
barracón. “Esos están por ahí, pero no con nosotros”. Los
varones muestran una pequeña cicatriz en el antebrazo que
les dejó la vacuna de la viruela y que aseguran que es
exclusiva de su país. Cualquier cosa antes de que les
confundan con marroquíes. Este colectivo habita otro de los
rincones del solar abandonado, como los subsaharianos,
ubicados en la primera planta.
“No queremos volver con Buteflika”. La situación
sociopolítica de Argelia no les convence a pesar de que las
ratas no son los inquilinos que esperaban encontrar en
España. Dicen que mientras no tengan otro lugar al que ir,
el barracón seguirá siendo refugio para ellos.
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