El nacimiento de la nieta del Rey
es noticia que a mí me hace mirar hacia atrás: un gesto que
no me gusta repetir con demasiada frecuencia, porque siempre
tengo presente cómo se quedó la mujer de Lot. También existe
la posibilidad, siempre perturbadora, de que me ponga a
comparar los tiempos y termine por confesar que los pasados
fueron mejores. Craso error, que suele estar presente entre
quienes gustan de una forma de vida donde el orden esté por
encima de la libertad y la justicia.
En ese echar la vista hacia atrás, centro la mirada en un 14
de mayo de 1962; es decir, fecha en la que se casaron en
Grecia los abuelos de la hija de SS.AA.RR. los Príncipes de
España. De manera que han transcurridos ya 43 años de la
celebración de una boda a la cual no quise asistir
acompañando al almirante Felipe Abárzuza, entonces ministro
de Marina. Sin embargo, y creo que lo he explicado en alguna
ocasión, a mí más que viajar al extranjero, en los llamados
felices sesenta, lo que más me importaba era poder ganar las
pesetas suficientes para no tener que comer el rancho de la
época. De todos modos, mi forma de actuar bien pudo costarme
el que me enviaran a las arenas del Sahara.
Pero mi idea, más que hablar de la Infanta Leonor -seguro
que los catalanes le encuentran alguna pega al nombre-, es
recordar, así por encima, cómo era el Madrid de los sesenta:
una deliciosa capital de provincia, de habitantes simpáticos
y algo chuletas, con tranvías, bulevares, pregones, pocos
coches, aire y agua deliciosos. Definición de Luis Díez
Jiménez, autor del diccionario del español eurogilipuertas,
que yo hago mía en todos los sentidos. Y es que ni siquiera
la llegada en tromba del seat 600: utilitario por el cual la
gente hacía el pino con tal de de conseguirlo, convertía el
tráfico automovilístico en un impedimento para que los
camareros cruzaran las calles laterales del Paseo de
Recoletos, con la prestancia que les caracterizaba.
Era aquel Madrid en el cual Franco declaraba cosas así: “No
puedo prohibir a los españoles que se ganen la vida en el
sitio que deseen”. Y las estaciones de ferrocarriles estaban
siempre repletas de pañuelos, lágrimas y suspiros por los
familiares de quienes se daban el piro a la búsqueda de un
mundo mejor. Era también el Madrid que esperaba la llegada
del matador de moda: Manuel Benítez, el Cordobés: torero que
reunía todo el tremendismo que antes habían derrochado
Arruza, Litri, Pedrés, Chicuelo II y Chamaco. Fueron días
donde un desconocido ceutí, llamado José Martínez, Pirri,
llegó al Bar Club, situado en el pasaje de la Victoria, y
Pepe Trompi, ex jugador y técnico del Granada, vaticinó lo
siguiente: “En cuanto Miguel Muñoz le dé una oportunidad,
Pirri será muchos años titular indiscutible del Madrid”.
Trompi tenía vista de lince para sentenciar con tanto éxito.
Manolo Santana arrollaba en el tenis y demostraba que hasta
quienes habían pasado hambre en la niñez podían conquistar
Roland Garrós, Forest Hill y Wimbledon. Pero tales éxitos
despertaron la envidia del marqués de Cabanes, a la sazón
presidente de la Federación Española de Tenis, que declaró
algo de tan mal gusto: que Santana estaba ya acusando las
deficiencias de alimentación que había sufrido durante su
infancia de recogepelotas. Los ricos suelen dar la nota,
antes o después.
En Cataluña, Luis de Galinsoga, director de La Vanguardia
impuesto, había interrumpido un sermón en catalán en una
iglesia de Barcelona, gritando: “¡Todos los catalanes son
una mierda!”. Y semejante despropósito hizo que el abad de
Monserrat, Aureli M. Escarré, diera la respuesta que le
costó el destierro.
Los catalanes, al parecer, todavía no se han repuesto de las
palabras del director franquista.
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