Un día de 1974, en el centro de
Palma de Mallorca, me presentaron a Josep Meliá: escritor
prolífico, periodista y político recién elegido procurador a
Cortes por Baleares. La presentación creo que corrió a cargo
de Pepe Tous, director de Última Hora, y yo iba acompañando
a Antonio Seguí: constructor y presidente del Real Mallorca.
Tras los saludos de rigor, aquel hombre que llegó a ser
pieza fundamental en el equipo de Adolfo Suárez, me dijo que
leía mis declaraciones en los periódicos y me animó a
continuarlas, pues corrían tiempos muy difíciles y convenía
que las gentes discutieran sobre si el árbitro le había
robado el partido al mallorqueta y cosas por el estilo, en
vez de que se enzarzaran en batallas políticas. Pues no
estaba el horno para bollos.
En aquella España sólo se hablaba de inflación y de
apertura. Un vocablo que sonaba de maravilla pero que nadie
se hacía ilusiones, porque el presidente del Gobierno era
Arias Navarro. La verdad es que fue una época difícil y el
personal se preguntaba cómo iba a terminar todo el lío que
se estaba fraguando para cuando muriese Francisco Franco.
De aquel caos pudimos salir, gracias al esfuerzo de unos
políticos que supieron aunar voluntades, a fin de que los
amantes de la dictadura comenzaran a desengañarse que ya no
había motivos ni para cantar el cara al sol ni mucho menos
para que se citaran cada dos por tres en la Plaza de
Oriente.
Treinta años después, los políticos han perdido la cordura y
andan todos los días a la gresca. Parece que el poder ha
caído en manos de mediocridades que se han convertido en
extremistas (jabalíes) y ven en el insulto la mejor manera
de disimular sus deficiencias oratorias y, sobre todo, de
dar rienda suelta al rencor que atesoran. Pura toxina, que,
seguramente, les irá haciendo menguar en muchos aspectos.
Lo peor del asunto, en momentos tan complicados -debido a la
cuestión del Estatuto de Cataluña-, es que ni siquiera el
fútbol, como bien aconsejaba Josép Meliá en su día, sirve
para distraer la atención de los ciudadanos. Puesto que el
presidente del Barcelona, Joan Laporta, parece más bien un
remedo del coronel Maciá: aquel señor que proclamó la
República catalana y fue precisa una intervención urgente de
Madrid.
En este caso, por lo que he podido leer, la intervención de
Madrid, es decir, del Gobierno, ha sido arreglar el caso
Messi por la vía rápida; a ver si así Laporta deja de hacer
política a favor de un Estatuto que ha puesto a Rodríguez
Zapatero entre la espada y la pared (Otra vez se repite la
historia de cuando Azaña se las veía y se las deseaba para
recortar un Estatuto que fomentaba la violencia dentro y
fuera del Parlamento).
Y todo porque una mayoría de españoles piensa que el
Estatuto atenta contra la Unidad de España. Lo cual le ha
permitido al PP liarse la manta a la cabeza y poner a sus
parlamentarios en primera línea de fuego: con orden de
disparar contra todo lo que se mueva en favor de la idea del
tripartito.
La semana pasada hemos vivido en Ceuta los efectos de esta
tormenta, ya que los parlamentarios de esta tierra gustan de
mantenérselas tiesa con el delegado del Gobierno y la
secretaria general de los socialistas. Se han escrito
declaraciones salidas de tono y ambas partes se han dicho
impropios. Lo cual en una ciudad pequeña es realmente
peligroso. Surgen los prejuicios, aumentan los rencores, y
la venganza se embosca hasta tener su oportunidad.
Qué falta nos haría esta temporada una Asociación Deportiva
Ceuta en puesto privilegiado. Al menos se hablaría más de
fútbol y menos de políticos enfrentados. Pero está visto que
al perro flaco, todo son pulgas.
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