A Di Stéfano lo vi yo cuando
apenas me habían vestido con pantalones largos y gracias a
que había sacado muy buenas notas en el colegio dirigido por
los jesuitas de mi pueblo. El viaje lo hice de paquete en
una Lanch: motocicleta que se había ganado fama de aguantar
lo que le echaran. Mi padre y yo íbamos con el pecho forrado
de páginas del Diario de Cádiz y la niebla nos llegaba hasta
los talones.
Nos presentamos en el viejo Nervión con la comida en la boca
que nos habían servido en El Ocho: un restaurante muy
económico de Sevilla. En el cual comenzamos a vivir el
ambiente generado por Di Stéfano desde que en la temporada
53-54 empezó a jugar en el Real Madrid.
Los primeros años de esta década seguían siendo muy duros,
pero el juego de la estrella argentina había obrado el
milagro de que los aficionados al fútbol imitaran a los del
toro: que vendían el colchón para asistir a la plaza.
Yo salí de Nervión tratando de pegarle patadas a todos los
objetos que se me ponían por delante y con las ideas muy
claras: nunca más volvería a caer en la tentación de fumar
cigarrillos de matalaúva con los compañeros de clase. Era lo
menos que podía exigirme si quería correr igual que lo había
hecho el nueve del Madrid.
Un nueve que dejaba sin recursos al encargado de marcarle y
que rompía en mil pedazos el orden que hubiesen previsto los
rivales. Aparecía por todas las zonas del campo y en todas
trabajaba acorde con las necesidades de cada una. La gente
decía que tenía ojos en la nuca, porque su situación le
permitía saber siempre dónde estaban sus compañeros y de qué
manera explotar las debilidades de los rivales.
Durante años estuve presumiendo de haber visto a Di Stéfano
en Nervión y sufriendo porque a partir de entonces hube de
conformarme con sus apariciones en el No-Do. Pero a partir
de 1959, viviendo ya en Madrid, pude seguir viendo a mi
ídolo: unas veces en televisión y muchas más en el Santiago
Bernabéu.
Di Stéfano amargó la existencia a los centrales y su
presencia obligó a que los entrenadores tomasen medidas para
evitar que don Alfredo deambulara por el césped como Pedro
por su casa. Iturraspe, entrenador del Valencia, fue el
primer técnico que se dio cuenta de cómo había que frenar a
tan extraordinaria máquina. Y sacó a Magriñán, jugador
correoso y bajito, con la misión de perseguir al nueve por
todo el terreno de juego. Magriñán se consagró ese día...
También Di Stéfano, por su modo de entender la vida después
de los partidos, hizo posible que Pepe Villalonga,
entrenador, tuviera que devanarse los sesos para ver la
mejor manera de que la Saeta Rubia eliminara toxinas cuanto
antes. Y se sacó de la manga el entrenamiento de los lunes.
Acertando plenamente con su decisión.
Ayer escribía Umbral de la España de Di Stéfano, y de cómo
los hombres se olvidaron de las mujeres, de otros deportes,
de los amigos, porque ya no había amigos sino fanáticos a
favor o en contra de un extranjero que corría mucho. Lo
escrito por Umbral puede parecer una exageración, pero el
futbolista argentino cambió la vida de muchos hogares
españoles y, sobre todo, madrileños. La gente se hacía
cruces porque alguien dijera que había pagado veinte duros
por una entrada para ver al mejor jugador del mundo.
Y es que Di Stéfano, con todos mis respetos para quienes no
lo crean así, ha sido el mejor jugador de todos los tiempos.
El problema es que la televisión fue vista cuando don
Alfredo estaba ya acabando su carrera. Lo cual le ha hecho
estar en desventaja con Pelé, Maradona, Cruyff, etc. Uno,
que los ha visto a todos, sigue convencido de que cómo la
Saeta Rubia no ha nacido aún nadie. Alegría, pues, por su
recuperación.
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