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OPINIÓN - SÁBADO 31 DE DICIEMBRE DE 2005

 

OPINIÓN / EL OASIS

Di Stéfano ha sido el mejor
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

A Di Stéfano lo vi yo cuando apenas me habían vestido con pantalones largos y gracias a que había sacado muy buenas notas en el colegio dirigido por los jesuitas de mi pueblo. El viaje lo hice de paquete en una Lanch: motocicleta que se había ganado fama de aguantar lo que le echaran. Mi padre y yo íbamos con el pecho forrado de páginas del Diario de Cádiz y la niebla nos llegaba hasta los talones.

Nos presentamos en el viejo Nervión con la comida en la boca que nos habían servido en El Ocho: un restaurante muy económico de Sevilla. En el cual comenzamos a vivir el ambiente generado por Di Stéfano desde que en la temporada 53-54 empezó a jugar en el Real Madrid.

Los primeros años de esta década seguían siendo muy duros, pero el juego de la estrella argentina había obrado el milagro de que los aficionados al fútbol imitaran a los del toro: que vendían el colchón para asistir a la plaza.

Yo salí de Nervión tratando de pegarle patadas a todos los objetos que se me ponían por delante y con las ideas muy claras: nunca más volvería a caer en la tentación de fumar cigarrillos de matalaúva con los compañeros de clase. Era lo menos que podía exigirme si quería correr igual que lo había hecho el nueve del Madrid.

Un nueve que dejaba sin recursos al encargado de marcarle y que rompía en mil pedazos el orden que hubiesen previsto los rivales. Aparecía por todas las zonas del campo y en todas trabajaba acorde con las necesidades de cada una. La gente decía que tenía ojos en la nuca, porque su situación le permitía saber siempre dónde estaban sus compañeros y de qué manera explotar las debilidades de los rivales.

Durante años estuve presumiendo de haber visto a Di Stéfano en Nervión y sufriendo porque a partir de entonces hube de conformarme con sus apariciones en el No-Do. Pero a partir de 1959, viviendo ya en Madrid, pude seguir viendo a mi ídolo: unas veces en televisión y muchas más en el Santiago Bernabéu.

Di Stéfano amargó la existencia a los centrales y su presencia obligó a que los entrenadores tomasen medidas para evitar que don Alfredo deambulara por el césped como Pedro por su casa. Iturraspe, entrenador del Valencia, fue el primer técnico que se dio cuenta de cómo había que frenar a tan extraordinaria máquina. Y sacó a Magriñán, jugador correoso y bajito, con la misión de perseguir al nueve por todo el terreno de juego. Magriñán se consagró ese día...

También Di Stéfano, por su modo de entender la vida después de los partidos, hizo posible que Pepe Villalonga, entrenador, tuviera que devanarse los sesos para ver la mejor manera de que la Saeta Rubia eliminara toxinas cuanto antes. Y se sacó de la manga el entrenamiento de los lunes. Acertando plenamente con su decisión.

Ayer escribía Umbral de la España de Di Stéfano, y de cómo los hombres se olvidaron de las mujeres, de otros deportes, de los amigos, porque ya no había amigos sino fanáticos a favor o en contra de un extranjero que corría mucho. Lo escrito por Umbral puede parecer una exageración, pero el futbolista argentino cambió la vida de muchos hogares españoles y, sobre todo, madrileños. La gente se hacía cruces porque alguien dijera que había pagado veinte duros por una entrada para ver al mejor jugador del mundo.

Y es que Di Stéfano, con todos mis respetos para quienes no lo crean así, ha sido el mejor jugador de todos los tiempos. El problema es que la televisión fue vista cuando don Alfredo estaba ya acabando su carrera. Lo cual le ha hecho estar en desventaja con Pelé, Maradona, Cruyff, etc. Uno, que los ha visto a todos, sigue convencido de que cómo la Saeta Rubia no ha nacido aún nadie. Alegría, pues, por su recuperación.
 

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