Cuando diciembre se hace presente,
por más que uno quiera prescindir de echar la vista hacia
atrás para no dejarse superar por los acontecimientos
pasados, resulta del todo imposible lograrlo. Son tantas las
vivencias que reclaman recuerdos en estos días, que siempre
se termina por claudicar y hasta, por qué no reconocerlo,
las lágrimas tienen muchas oportunidades de regar ciertos
momentos de las fiestas que se aproximan.
Sucede que todavía existe ese viejo mito de que los hombres
deben ser más fuertes, más capaces de asumir las grandes
pesadumbres, más sólidos frente a la adversidad. Y, por lo
tanto, muchos varones siguen pensando que los sufrimientos
han de ser conllevados en silencio, y que para ser muy macho
hay que prescindir de cualquier síntoma de ternura pública.
A veces tengo la impresión de que aún estamos leyendo aquel
poema de Rudyard Kipling, caligrafiado con letra de
iluminación antigua sobre un papel vitela color de
pergamino, en el cual nos daba a los jóvenes varias
consignas para ser un hombre de verdad. Así nos ha ido a
nosotros, y así les está yendo a innumerables mujeres que
han de enfrentarse diariamente a unos machos (!) convencidos
de que la fuerza y la agresividad han de ser practicadas a
fin de que no se pierda la tradición.
Hace ya mucho tiempo que los héroes pasaron de moda. Aunque
es bien cierto que abundan los pistoleros que matan a
traición y casi siempre encuentran el beneplácito de quienes
se revisten de fanatismo patriótico y religiosidad perversa.
Bush, por ejemplo, habla de cifras de muertos con más
sosiego que si estuviera apostando por su equipo favorito de
beisbol. Y ya no digamos nada de cuantos hacen terrorismo en
nombre de no sé qué causas.
En los colegios, los niños, atacados de polimorfismo
caprichoso, crecen pensando en comprobar cómo los compañeros
más débiles, es decir, los que nunca habrían hecho caso al
poema de Kipling, terminan asustados ante las amenazas y
acaban tirándose por el primer viaducto que tienen a mano.
Uno no sabe, en medio de tanta canalla y atrocidades, a
quién hacerle caso, si a Rousseau o a Gracián: el primero,
decía que el hombre es bueno por naturaleza; el segundo,
todo lo contrario; es decir, que nacía malo y moría
perverso.
De perverso siguen calificando los americanos a Sadam; pero
ellos continúan practicando la pena de muerte, aun a
sabiendas, en muchos casos, de que el condenado podía ser
inocente. Alguien dijo que se mata al criminal porque el
crimen agota en un hombre toda la facultad de vivir. Si ha
matado, ya lo ha vivido todo. Ya puede morir. Pero los
gobernadores americanos no creo que se hayan entretenido en
leer a Albert Camus, y siguen matando porque así consiguen
sumar votos.
Hablando de Camus, refiriéndose a diciembre dijo: “Ese gran
mes lleno de lágrimas y de noche”.
En un diciembre perdí yo la juventud. Lo cual ocurre en el
momento en que se pierde a un ser querido. Y a partir de
entonces, la juventud se me ha ido escapando a borbotones,
mientras que me hacía el fuerte para no incumplir lo que
decía el poema de Kipling.
Pero hasta aquí he llegado, se acabó esa postura de mantener
a raya los sentimientos. Que hasta los Reyes de España han
llorado en público. Algo que estaba mal visto, anteayer
mismo. Sea, pues, bienvenido diciembre, por más que en su
nombre se cometan todos los excesos habidos y por haber, y
si se encarta llorar a mis muertos los lloraré. Todo antes
que seguir eludiendo por egoísmo, una realidad que empezó el
día en que perdí mi auténtica juventud. Ponga una copa,
aunque sea de Cataluña.
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