Uno, cuya niñez fue vivida en casa
de vecinos, creció oyendo hablar de lo mal que lo pasaban
los parados y viendo las consecuencias de los problemas que
la situación generaba en las familias donde el hombre
carecía de empleo. Imágenes guardo en la alacena de mi
memoria, que todavía me siguen causando la tristeza
correspondiente.
El pánico de los parados es, sin duda, un hecho evidente,
que sigue atormentando a los varones que no hallan un
trabajo en el cual cumplir las funciones que les hagan
sentirse válidos. No olvidemos que el mundo del trabajo ha
sido concebido, organizado y construido por los hombres. Y
ellos han sido quienes, hasta hace nada, han manejado todos
sus resortes. Cierto que las mujeres han avanzado mucho en
sus justas reivindicaciones, pero ello no quita para que los
hombres sean quienes continúen manejando el funcionamiento
laboral, y arrogándose todos los mandos.
Por todo lo dicho, cuando un hombre se queda sin empleo,
puede haber sus excepciones, no sólo padece la consiguiente
inquietud material, sino que lo invade una angustia infinita
y queda sumido en un desasosiego abocado a males mayores.
Cualquiera que haya pasado por tal situación, o que la esté
viviendo, sabrá de lo que estoy hablando.
El parado se siente siempre observado y llega a comportarse
como un ser emasculado. Se da cuenta, en muchas ocasiones,
que el decaimiento de su organismo es una realidad y va de
un sitio para otro de la casa como un perro abandonado a su
suerte callejera.
Una permanente irritación convierte a los sin trabajo en los
seres más predispuestos a sentirse disminuidos y a creer que
se les tiene en muy baja estima. Y, claro, susceptibles
hasta extremos insospechados, ante cualquier detalle
malamente asimilado por ellos, saltan a las primeras de
cambio para dar rienda suelta a toda la bilis acumulada que
llevan dentro. Son los resultados de la enorme duda que
tienen de su capacidad, motivada por el momento en que
viven, y sobre todo por el resentimiento que les embarga
contra una sociedad a la que culpan de su desgracia.
Ni siquiera el subsidio del paro es medicina capaz de
aliviar el pánico de los parados. Es una ayuda tan necesaria
como también es una forma de hurgar más en la herida. Sobre
todo cuando las personas debían guardar cola en sitios
visibles y expuestas a las miradas de quienes murmuraban
contra el cobro de semejante cantidad.
Por todo lo reseñado, a mí me gusta cada año acordarme de
los parados. Y, desde luego, entiendo que haya muchas
personas pidiendo a gritos que el dedo de cualquier político
decida concederles un empleo. Y que éstas, para conseguir un
trabajo, muevan cielo y tierra, buscando ese padrino que
obre el milagro de sacarles de una situación tan angustiosa.
Ustedes dirán, y con toda la razón del mundo, que ese no es
el camino más adecuado para conseguir un empleo. Y que para
algo están los merecimientos, los concursos, las
oposiciones, los estudios, la preparación, etcétera. Y están
en su perfecto derecho de opinar así. Aunque yo he conocido
a muy pocas personas que, además de estar preparadas, no
hayan buscado a su vez la ayuda de terceros que pudieran
recomendarles.
De todos modos, como la columna hay que terminarla, y cada
vez me queda menos espacio, diré lo siguiente: hay dos
individuos en esta ciudad, seguramente habrá algunos más
pero no los conozco, que están cada dos por tres criticando
en periódicos a quienes usan la dedocracia en cuestiones de
empleos. Uno, que se opone a todo, tiene un departamento del
Ayuntamiento repleto de recomendados. El otro, además de
colocar a su sobrino, tampoco ha perdido el tiempo en
Madrid. Fariseos.
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