Desde que murió Franco, todos los
20 de noviembre hay personas que gustan de contar lo que
hicieron aquel día en que Arias Navarro, desgarrado por el
dolor que mostraban sus abundantes lágrimas, parecía un
plañidero profesional.
En realidad, su imagen televisada, anunciando la muerte del
dictador, tenía todas las hechuras de estar deformada por
los espejos del callejón del Gato; es decir, que, sin
querer, el conocido como Carnicerito de Málaga pasó a
engrosar la lista de los esperpentos creados por el
inolvidable Ramón María del Valle-Inclán.
A lo que iba: que el mes pasado, en el aniversario de la
muerte del generalísimo, otra vez hubo personas destacadas
de la política española, cuyas declaraciones dejaron mucho
que desear y, sobre todo, evidenciaban estar forjadas en la
mentira. Puesto que por edad, y situación de vida, lo que
declararon era imposible que se correspondiera con la
realidad.
Sin embargo, a mí me han servido para recordar qué estaba yo
haciendo en un día donde Franco no pudo ganar su última
batalla. Estaba entrenando en el Luis Sitjar a un equipo,
llamado Real Mallorca, cuya ruina económica era tan grande
como sus deseos de seguir manteniendo un ritmo de vida de
club prestigioso. El mallorqueta era la viva imagen de un
rico, venido a menos, que no se resignaba a dejar de
aparentar.
En medio de aquel caos, yo trataba por todos los medios de
entregarme a mi tarea para sacarle las castañas del fuego a
un presidente, Antonio Seguí, constructor exitoso, tenido en
poca estima por la burguesía de la isla. En suma: Seguí
estaba considerado como un desclasado a quien pocos
defendían y al cual se la tenía jurada el presidente de la
Federación Balear de Fútbol: Sebastián Alzamora. Éste era un
acreditado hombre del régimen franquista, ultracatólico, y,
por tanto, bien pertrechado de falsedades y palabras
piadosas, que jamás ponía en práctica.
Ante semejante panorama, ni siquiera la muerte de Franco me
permitió distraerme lo más mínimo en mi quehacer diario y,
mucho menos, ponerme a cavilar sobre los problemas de una
España que se acababa de quedar huérfana de poder
dictatorial.
-Hable usted de fútbol, señor de la Torre, que es muy
necesario en estos momentos -me pidió Josep Meliá en
aquellos días.
Y, haciéndole caso al escritor y político mallorquín,
continué hablando de fútbol en todos los medios. Ante la
mirada furibunda de un Alzamora que detestaba mi
protagonismo en un lugar donde él quería tener siempre la
primera y última palabra. Y es que el hombre, quien por
cierto escribía en periódicos, pues se había preocupado de
cultivarse, jamás pudo ganarme para su causa de acoso y
derribo al presidente Seguí.
Por consiguiente, debo confesar que la muerte de Franco me
sorprendió luchando contra un franquista, que también podía
ser tachado de sepulcro blanqueado, y de creer que con
invocar a Dios todas su malas acciones conseguían el
beneplácito de Éste. La muerte de Franco me sorprendió
metido en gresca con un tipo de misa diaria, palabras
agradables, y ninguna buena acción reconocida. La muerte de
Franco me hizo ver, una vez más, que todos los dictadores
tienen un momento donde están dispuestos a obrar bien; pero
que siempre surge alguien, como aquel presidente de la
Federación Balear de Fútbol, dispuesto a quitarle de la
cabeza sus buenos propósitos.
Han pasado 30 años de la muerte de Franco, y tengo muy claro
que yo jamás corrí delante de los grises ni le eché cojones
al régimen existente. Pero sí me las tuve tiesas con muchos
franquistas, de misa diaria, y de malas acciones, similares
al presidente de la Federación Balear de Fútbol. O sea, el
citado Alzamora.
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