Fue un 3 de abril, de 1979, cuando
Adolfo Suárez, maltratado por Federico Jiménez Losantos,
fechas atrás, juraba el cargo de presidente del Gobierno, en
presencia del rey Juan Carlos, en el palacio de la Zarzuela.
Y, por primera vez, la fórmula empleada incluye la
obligación de “guardar y hacer guardar la Constitución”.
Días después, se fueron formando las corporaciones
municipales con la intención de que los ciudadanos vieran en
el Ayuntamiento un centro de paz, de diálogo, de
colaboración y, sobre todo, que éstos pudieran disfrutar de
las cercanías de las autoridades locales.
En aquel tiempo, de hace 26 años, España era un hervidero
político y la gente seguía teniendo sus miedos en lo tocante
a que la democracia fuera barrida de un soplo por quienes no
creían en ella y estaban, además, en condiciones de atentar
contra esa Constitución por la que los españoles habían
decidido regirse.
En realidad, tales miedos estaban justificados: el 23-F
demostró, palpablemente, que muchos españoles parecían
dispuestos a estropearles la Transición al Rey y a Suárez.
Menos mal que Gutiérrez Mellado, teniente general muy
querido en Ceuta, dio pruebas evidentes de que no todos los
militares compartían el que España volviera a romperse en
dos mitades.
Cuando yo arribé a la ciudad, julio de 1982, el alcalde era
Ricardo Muñoz y todavía, en los mentideros políticos, se
hablaba y se hablaba del comportamiento que los concejales
habían tenido nada más enterarse de que Tejero, teniente
coronel al mando de un grupo de guardias civiles, tenía
secuestrado a la casi totalidad de los parlamentarios
españoles.
En el Rincón del Hotel La Muralla, cada vez que la ocasión
lo requería, se contaban anécdotas sobre los miedos que
habían pasado algunos concejales y, cómo no, las carreras
que algunos dieron para ponerse a las órdenes de los mandos
militares, destinados en la ciudad. Algo que jamás me
permití criticar; ya que el valor de cada persona es el que
es y nadie tiene por qué poner sus miras en pasar a la
posteridad como héroe.
Todo ello se me viene a la memoria, mientras permanezco
atento al discurso de Juan Vivas en un día donde se celebra
el vigésimo sexto aniversario de la Constitución y que el
presidente ha querido aprovechar para rendir homenaje a
todos los concejales que salieron elegidos en las primeras
elecciones democráticas, tras innumerables años de
franquismo. Un acierto de nuestra primera autoridad.
Y nadie mejor que Vivas para reconocer los méritos de
quienes han sido homenajeados: pues él conoció la forma de
ser y comportamientos de todos los que pertenecieron a la ya
histórica Corporación de 1979. Porque no en vano sus
conocimientos profesionales fueron siempre requeridos por
todos aquellos políticos que conseguían un acta de concejal.
A la cita faltaron, lógicamente, quienes ya no están entre
nosotros, y también los que padecen enfermedad que les
impide su presencia. En el caso de Fráiz, genio y figura...,
no cabe la menor duda de que detesta tales manifestaciones
y, por tanto, hizo muy bien en no hacer de tripas corazón.
Durante el acto, a mí se vino a la memoria el nombre de un
concejal de aquella primera Corporación: Antonio Fernández
Muñoz. Y cuando su viuda fue requerida para recoger la parte
de la placa conmemorativa que le corresponde sentí la
satisfacción de haber tratado a una persona que dejó huella
entre quienes tuvieron la oportunidad de conocerla.
Antonio era un tipo dotado de una modestia natural y de una
bondad innata. Obraba en silencio a favor de los más
desfavorecidos y nunca negaba una ayuda por más que en el
empeño tuviera que desprenderse de algo suyo. El canijo,
como solían llamarle sus amigos, era también un hombre en
toda la extensión de la palabra. Algún día tendré que
explicar su reacción ante un suceso donde supo dar la talla.
Lo cual, según fui descubriendo, era una forma habitual de
comportarse en todos los sentidos.
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