Gracias a la victoria del
antifascismo, el miedo a la influencia de la URSS y el
consenso acerca de que la desigualdad había sido una de las
causas de la contienda, la socialdemocracia vivió su época
de esplendor tras la II Guerra Mundial. Debido a una
coyuntura determinada, la clase trabajadora europea progresó
en una atmósfera en la que parecía no existir conflicto
entre capital y trabajo. Todo era felicidad. Que los
recursos que permitían que el gran empresariado y los
trabajadores occidentales pudieran convivir en paz y armonía
viniesen de la explotación de otros trabajadores de otras
partes del mundo (teoría de la dependencia) apenas
importaba. En Europa, los “treinta gloriosos” fueron una
realidad palpable y es cierto que los partidos
socialdemócratas hicieron mucho por las clases populares de
sus países. Pero todo llega a su fin. En los años 70, los
estados de bienestar entran en crisis y las élites ven su
oportunidad de oro: Thatcher y Reagan ganan las elecciones y
se instaura el neoliberalismo como sentido común. Los
partidos socialdemócratas abandonan la socialdemocracia y se
hacen social-liberales, esto es, en ningún caso se
interpondrán a los intereses de unos poderes financieros que
necesitan empeorar las condiciones de vida de los de abajo
para seguir creciendo. En este contexto arrasa en España un
PSOE al que no se le había visto el pelo durante una lucha
antifranquista liderada por el PCE.
Felipe González no será alguien
antipático para los poderes fácticos. Si bien es cierto que
los servicios públicos de una España postfranquista
mejorarán considerablemente, no es menos verdad que se
comenzará a eliminar poder del estado (lo de todos) en
beneficio de la empresa privada (lo de unos pocos) y que
medidas como la reconversión industrial supondrán todo un
atentado para miles de trabajadores.Los mantras neoliberales
se aceptarán como verdades absolutas y la cooperación será
sustituida por la competitividad; la redistribución, por el
crecimiento ilimitado. El capitalismo, en lugar de ser visto
como un sistema injusto por naturaleza que tendrá que ser
superado tarde o temprano para la propia vida de un mundo
finito, será retratado como el único modelo posible. Con lo
que este cambio de percepción filosófica y ética conllevará
a la hora de hacer política. Con el “crack” de 2008 quedó
claro lo que había quedado constatado hacía unas décadas
pero que al parecer muchos habían olvidado: que los partidos
denominados socialdemócratas se diferencian, económicamente
hablando, de los conservadores hasta que estallan las
crisis. Si Podemos nació con un propósito no fue otro que el
de ocupar ese espacio que, históricamente, le había
pertenecido a la socialdemocracia, pero que los
socialdemócratas habían demostrado no representar: el
espacio de la defensa de los derechos sociales aunque ello
suponga desafiar la necesidad de acumulación de los de
arriba.
Tras el “boom” de Podemos en las
europeas, todos los actores políticos tuvieron que intentar
parecer jóvenes. Y el PSOE más que ninguno. El viejo
Rubalcaba se jubiló y le relevó un tipo joven y apuesto
llamado Pedro Sánchez que, si bien al principio tachaba de
populista a Pablo Iglesias, no tardó en remangarse la
camisa, colgarse una mochila y decir que la reforma del
135CE por la que votó unos años antes había sido un error,
que “su patria eran los hospitales públicos” o que había que
llevar a cabo una reforma fiscal progresiva y “blindar los
derechos sociales”. De repente, el Partido Socialista volvía
a usar un discurso absolutamente abandonado y que todos
tildaban de obsoleto cuando Podemos lo recuperó del olvido y
lo puso en la mesa del debate público.
Nadie ha definido mejor a
Pedro Sánchez que Julio Anguita: “producto de marketing que
dice vulgaridades”. Exacto. Es una vulgaridad que todo un
Secretario General del Partido Socialista, siguiendo la
línea de la caricatura en que se ha convertido Felipe
González, utilice los argumentos de la extrema derecha para
atacar a aquellos que actualmente desafían al poder. El
PSOE, ante la falta de contenido, necesita hablar del
pasado. Yo me pregunto, ¿qué opinarían su fundador Pablo
Iglesias o socialistas como Negrín, Largo Caballero o
Indalecio Prieto al ver a su líder apelar a la Unión
Soviética, al terrorismo, a América Latina, a Grecia o al
libro negro del comunismo para intentar desacreditar a quien
propone medidas sociales? ¿A quién votarían hoy todos estos
socialistas? Ya se lo digo yo. Tanto ellos, como todos los
socialistas de corazón sabrían que la fidelidad jamás es a
las siglas, sino a los principios. Que los partidos son
instrumentos y que cuando un instrumento deja de ser útil es
el momento de crear o buscar otro.Tanto ellos, como los
socialistas de corazón, sabrían que ser fiel al proyecto
socialista, a la lucha por la igualdad y la justicia en
2015, es votar morado, es votar Podemos. Y le dirían a Pedro
Sánchez que no por mucho gritar se consigue tener carisma.
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