Cada día estoy más convencido de
que tenemos que caminar por la senda de la generosidad, con
el timbre comprensivo de unas manos dispuestas a socorrer,
para darnos aliento mutuamente, sin otra compensación que
cimentar lo armónico como abecedario fraterno. No tengamos
pereza por avivar el sosiego en un planeta, que es casa
común de todos y de nadie, y por dar valor a toda vida
humana, frente al menosprecio de algunos extremistas
radicales, que no entienden nada más que de violencia y
atropellos. Los pacifistas siempre tenemos una oportunidad
para reafirmar nuestro compromiso de concordia.
Universalizar los derechos humanos y las libertades
fundamentales ha de ser nuestro mayor desvelo. Noviembre, si
cabe, aún es más propicio para poder llevar a buen término
nuestra inquietud; no en vano, celebramos el día dieciséis
el emblemático espíritu condescendiente, el de la tolerancia
con nuestro prójimo, siempre próximo a nosotros.
Los perezosos únicamente hablan de lo que piensan hacer, de
lo que harán, y al fin, dejan todo sin hacer. Hay cuestiones
que no pueden esperar. Que nos llaman tanto a la reacción
como a la acción. Para desgracia de todos, cada día son más
los espacios del planeta que precisan ayuda humanitaria ante
esta volcánica atmósfera de conflictos que nos invaden por
todo el mundo. Llegar a tiempo es salvar vidas humanas.
¿Habrá cuestión más importante que protegerles?.
Ciertamente, tenemos que combatir activamente el miedo, el
odio y el extremismo con el diálogo, la comprensión y el
respeto mutuo. Ya lo sabemos, pero tampoco podemos, ni
debemos, quedarnos con los brazos cruzados ante estas riadas
de venganza. Es verdad que el mundo precisa reconciliarse
más allá de las culturas, de las buenas intenciones, pero
para que la convivencia sea posible no vale con el silencio
de las armas, es preciso trabajar a destajo para que todo
ser pensante tenga sus necesidades básicas cubiertas; quizás
tengamos que cultivar más la justicia, y no quedarnos
tranquilos con la mera disposición del silencio, o de donar
las migajas que a nosotros nos sobran.
Vuelvo a insistir, no tengamos pereza por cortar las alas
egoístas de los ilimitados poderes, que buscan el bienestar
para sí y los suyos, que marginan a los más débiles, que
excluyen sin miramiento alguno. El clima es tan fraudulento
que nada es lo que parece. Todo está corrupto. Nada es
justo. De ahí la necesidad de ponerse manos a la obra, a
trabajar codo con codo, en favor de un corazón humano más
verdadero. Al fin y al cabo, somos la historia que
cultivemos en la inmensidad de un planeta. El día que
aprendamos a ejercer nuestros pasos como ciudadanos del
mundo, encontraremos comprensión y respeto por todo y hacia
todos. Hoy, las miserias humanas, aparte de enfrentarnos,
nos hacen levantar muros en un orbe en el que todo está
interconectado. Nuestra propia especie se ha degradado tanto
que realmente cuesta encontrar el camino de la esperanza. Es
tan fuerte el caos, la contaminación, el desorden, que hay
una melancólica insatisfacción que nos deja sin palabras, y
lo que es peor, sin nervio para hacer frente a los
problemas.
En cualquier caso, la pereza no puede dominarnos, cuando hay
tanto por hacer en cada uno de nosotros, sobre todo a la
hora de luchar contra esta ciega discriminación, que causa
tantos enfrentamientos, destrucción y muerte. Naturalmente,
todos estamos llamados, en mayor o menor responsabilidad, a
actuar desde una mirada clemente, acorde con el espíritu de
hermanamiento de nuestra propia raíz humana. Cuando se
pierde esta sensibilidad de acoger todos a todo, también se
derrochan energías de salvación comunitaria, y por ende, la
falta de reconocimiento del otro. Deberíamos, pues, corregir
nuestra propia vida primero y, después, activar mucho más
nuestros gestos solidarios con el ojo penetrante de la
escucha. No olvidemos que las dificultades son retoños de la
pereza.
|