El mundo cada día tiene más
seguidores de la mentira, empleados a fondo para cubrir el
rostro de tantas falsedades, para borrar el rastro de tantos
fingimientos, y de este modo parezca verdad lo que es
hipocresía, disimulando las trampas y ocultando los
propósitos. La incoherencia nos gobierna adoctrinándonos en
la insensibilidad. Las vías de la ficción son tan largas
como anchas, hasta el punto que nos dejan sin abecedario
para poder expresar cuán necesaria es la regeneración de
esta tribu. Por una parte, se pone de manifiesto un mayor
reconocimiento de la necesidad de crear sociedades y
economías que sean ecológicas; y, en cambio, se olvida que
entre las víctimas del aluvión de inútiles contiendas, está
nuestro propio hábitat, que es torturado como jamás, cada
vez que se queman los cultivos, que los bosques son talados,
que los suelos son envenados o que los mismos pozos de agua
se contaminen.
Ciertamente, en esta mundanidad que soportamos, tenemos gran
cosecha de farsantes revestidos de pregoneros, con promesas
falsas que engañan a la gente, que incitan al odio, a la
rivalidad y a la rebelión. Son organizadores de
levantamientos que parecen allanarnos el camino y lo que nos
causan es un daño irreparable en nuestro propio avance
humano hacia el bien colectivo y la familiaridad como
horizonte. Las escenas de personas comprimidas en un tren es
un claro modelo de que los refugiados no son tratados como
seres humanos, como parte de nuestra familia. Tantas veces
se nos llena la boca de auxiliar a las sociedades de todos
los continentes, a crear y participar conocimientos; y, sin
embargo, la insolidaridad es manifiesta. No podemos ser
solidarios, porque el mismo sistema productivo insta a un
estilo egoísta y competitivo de vida. Si en lugar de
pregonar tanto, nos donásemos más, sí cada uno hiciese lo
que le corresponde, si todos pusiésemos en el centro a
nuestro semejante y no al dinero, verían como el compartir
fraterno se volvería una realidad.
Está visto, en consecuencia, que el mayor ferrocarril del
mundo es el de las vías anchas y largas de la maldita
mentira; el arsenal no puede estar más poblado, nos desborda
con su retahíla de peligros. Que se lo digan a los
activistas de derechos humanos, que afrontan cada vez más
riesgos en la medida que destapen la auténtica verdad,
siendo en tantas ocasiones detenidos de manera arbitraria,
torturados e incluso asesinados. No podemos silenciar lo que
es evidente. La verdad se ha corrompido tanto con la doblez
del ciudadano como con la pasividad o indiferencia
ciudadana. Nos llena de tristeza, pues, que los ojos de un
niño crezcan a la sombra de la soberbia y de la mentira.
Crecer sin verdad es como entregar el alma a la necedad y
arrogancia, pues suprimido el amor de la inocencia, el amor
dentro de uno mismo, nuestra propia visión se convierte en
odio al adversario, aunque sea de nuestro específico linaje.
Para desdicha nuestra, cuando no se respeta ni el propio
derecho natural, la posibilidad de buscar la verdad
libremente, dentro de los límites del orden moral y del bien
colectivo, queda reducida a nada, ya que todo se somete e
impone. Así, los ciudadanos de todo el planeta, son cada vez
más conscientes de la ausencia de dignidades humanas más
allá de la letra impresa, advirtiendo retrocesos
verdaderamente alarmantes, pues son muchos los ciudadanos
que no pueden gozar de su criterio propio, y aunque ansían
ser guiados por su conciencia del deber, en realidad son
movidos por la coacción. La verdad no admite ambigüedades y
es lo que es, aunque no se reconozca actualmente, en la
medida que nos armoniza y nos sosiega. De ahí la importancia
de hacer leyes tan justas como auténticas, o sea, directas
en la defensa de las libertades fundamentales. En este
sentido, un grupo de expertos de Naciones Unidas, acaba de
advertir sobre la imprecisión de una nueva ley sobre
terrorismo en Brasil. Es tan solo un ejemplo reciente, de
las muchas contrariedades que a diario se nos sirven desde
las bandejas del poder a la sociedad, y que suele caminar en
detrimento de la defensa de los derechos de minorías,
religiosos, laborales y políticos, sabiendo que no hay mayor
mentira que la verdad mal entendida.
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