Noviembre es un mes para el
silencio y la reflexión. Los dos primeros días constituyen,
para toda conciencia, intensos momentos de recuerdos sobre
la realidad última de nuestra existencia. La liturgia de las
flores en los cementerios, la soledad del caminante en los
campos santos, la nostalgia por los que se fueron, la
melancolía de una estampa imborrable; todo ello, salta en
cualquier esquina a nuestros ojos. Quizás brote en este
tiempo de reminiscencias, con más fuerza que nunca, el
indestructible vínculo espiritual. Se hace más patente el
que todos estamos unidos; que la muerte desgarra corazones,
pero que también nos deja intacta la memoria. Se mantiene
virgen esta familiaridad de rostros y rastros, de hondura
meditativa ante lo vivido y lo que se avecina, con la
claridad reveladora de la lámpara del pensamiento que
imprime los encuentros interiores, cada cual consigo mismo y
con sus análogos. Hay un instinto poderoso dentro de
nosotros, que nos indica que nuestra vida acá es un punto y
seguido, y aunque nos acongoje la certeza de agonizar, a
cada cual, -mal que nos pese-, nos consuela pensar en otro
estadio más sublime, más de paz y recreación. En todo caso,
como decía el poeta español, Antonio Machado: “la muerte es
algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte
no es y cuando la muerte es, nosotros ya no somos”.
Y por ese no ser, quizás tengamos
que aspirar a un horizonte que va más allá de la vida que
ahora vivimos, donde a veces, no tenemos ni ocasión para
pensarla. Estoy convencido de que si madurásemos más
interiormente, perderíamos el afán por vivir exclusivamente
para esta caduca vida de intereses mezquinos y de
coleccionismo de las cosas terrenas. El día en que la muerte
únicamente tenga importancia en la medida en que nos hace
crecer, dar más valor a la propia vida, habremos conseguido
desterrar inhumanidades, puesto que al compartir dolores e
infundir luz, reiniciamos nuestra condición comprensiva
hacia la paz que todos deseamos. De ahí, que más que a la
muerte hay que temerle a la vida, sobre todo cuando no es
donada y la convertimos en puro egoísmo; no en vano, se nos
ha dado una clarividente visión de vivir conviviendo, como
de amar amando, o de ser estando próximo al prójimo.
En el recetario poético de Antonio
Machado, la consigna es bien clara: “En caso de vida o
muerte se debe estar con el más prójimo”; máxime en estos
tiempos en que la globalización nos impone a todos examinar
de manera renovada la cuestión de la solidaridad. Este es el
único modo de evitar que progrese la desigualdad y el clima
desalmado de penurias terrícolas. ¿Cuántas veces buscamos el
amor entre las cosas que no pueden darla, lo mismo sucede
con la vida, cuántas veces la buscamos entre los que no
pueden donarnos vida? Por eso, todos estamos llamados a
adentrarnos en el silencio de los suspiros, a beber de la
cruz de Jesús para vivir con el pensamiento de Cristo (los
creyentes), o a beber de la propia existencia de la
sabiduría innata (los no creyentes), para cuando menos
entrar en diálogo para no ir perdiendo la costumbre de
vivir, acomodándonos a lo efímero. Tal vez debiéramos probar
vivir más en lo invisible que en lo visible, cambiaríamos
muchas actitudes en favor de una salud más del ánimo que del
abatimiento.
Para meditar, insisto,
noviembre con su comunión de sentimientos, hacia los que nos
precedieron en este camino de la vida, sabiendo que nuestras
propias existencias están profundamente unidas unas a otras,
y que el bien y el mal que cada uno cultiva también afecta
siempre a los demás. Sea como fuere, conviene vivir
considerando que se ha de morir, cuando menos para poder
recapacitar de que somos gente en camino, y qué sí la vida
es una gran sorpresa, que lo es, la muerte no va a ser
menos. Para empezar uno no puede retirarse de sí mismo,
porque siempre habrá alguien, en algún rincón del camino,
que le recuerde para siempre. Todos, al fin y al cabo,
queremos robarle vida a la muerte, aunque sea volviendo a la
infancia que también es un privilegio de la vejez. Yo mismo,
entrado ya en años, no sé por qué la retengo tanto ahora,
sin duda, con más viveza que anteayer. A veces pienso, que
si el arte es el reflejo del mundo, nosotros también somos
el reflejo del camino; de un camino hacia sí mismo, con el
que conviviremos para siempre.
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