Es público y notorio que cada día
nos movemos más por nuestros instintos, despojados de toda
cuestión ética, lo que resulta de una gravedad tremenda.
Andamos presos por la inmoralidad, atados a ideologías que
nos aborregan, y somos cautivos de la manipulación política
y económica, por lo que es muy difícil hacer piña en común
para sentirse colectivamente bien. Cuando perdemos el
sentido humano todo se desmorona, hasta la misma sintonía de
vivir y dejar vivir, conforme a la regla del auténtico amor.
Por desgracia, los moradores de este mundo estamos perdiendo
los auténticos hábitos de hacer y dejar hacer, por el bien
de todos, sin más abecedario que la verdad y la justicia
como sentimiento aglutinador.
Las corazonadas son las que nos mueven los instintos, pero
necesitamos corregir los errores que podamos tener con la
decencia, por eso es tan importante cultivar el arte de
vivir ofreciéndose para ser dichoso. Lo que ha sucedido es
que todo lo hemos relativizado hacia lo indecente, en nombre
de una farsante tolerancia, y lo que hemos abierto es la
puerta a lo inhumano. Las gentes caminan sin corazón, y lo
que es peor, sin la honradez del camino. Esto es de una
gravedad enorme, hasta el punto que andamos pasivos en un
mundo que es de todos, y que hemos de hacerlo entre todos,
de ahí lo vital que es integrar criterios éticos en los
sistemas y decisiones.
Aún son muchas las personas que se ven privadas de derechos
básicos, a las que no se les permite ser dignos
protagonistas de su propio destino. ¿Qué menos que ser
dueños de nosotros mismos?. Puede que, en los últimos años,
cerca de ciento cincuenta millones de personas hayan
superado la pobreza extrema gracias a los programas de
protección social, y está bien poner en valor la
solidaridad, pero además hemos de activar el brazo del
universo moral para dar cognición a nuestra existencia. No
podemos caer en la apatía y mucho menos en la desgana, ante
el aluvión de injusticias que nos acorralan, fruto de la
pobreza moral que nos invade por todos los rincones del
planeta. Siempre hemos de pasar a la acción, por muy
inmersos que estemos en la oscuridad, estamos hechos para la
solidaridad y para ser heraldos de los que no tienen voz,
con un mensaje de acompañamiento y esperanza. Sin corazón
nada es lo mismo, la misma estructura social va hacia la
derrumbe. Esta sociedad mundana, endiosada al poder y
esclava del dinero, no puede progresar porque ha hecho de la
inmoralidad una forma de ordeno y mando. Esta es la cuestión
gravísima. Sálvese el que pueda. El mundo necesita,
ciertamente, escuelas de moral, para que seamos capaces de
injertar la ética en tantas bestias salvajes soltadas por el
mundo con poderes descomunales. La idea aristotélica de que
“nos volvemos justos realizando actos de justicia;
templados, realizando actos de templanza; valientes,
realizando actos de valentía”, deberíamos ponerla en
práctica con urgencia. Ahora bien, de nada sirven los buenos
presagios sino se universalizan.
La misma protección social, que podría ser una herramienta
de liberación para la gran mayoría de los pobres, pues
resulta que muchos de ellos, sobre todo de las zonas
rurales, no cuentan todavía con ningún tipo de cobertura.
Las estadísticas de Naciones Unidas nos dicen, al respecto,
que “cerca del 80% de los más pobres viven en las áreas
rurales en los países en desarrollo, y no todas las personas
que viven en esas áreas laboran en la agricultura”.
Indudablemente, esta inmoralidad que nos hemos trazado,
junto a una economía verdaderamente sin alma, no sólo daña
vidas a las que confunde, también destruye sentimientos y
divide a la gente, porque margina y fomenta el caos, en
lugar de reordenar las prioridades de la mundializada
especie humana.
Cada día, para desgracia nuestra, son más las personas que
necesitan asistencia humanitaria y protección, al parecer
asciende actualmente a cien millones, una cifra
verdaderamente alarmante que nos deja sin palabras. Es hora
que dejemos de ocultar la verdad, y nos pongamos con más
corazón, a reconstruir una sociedad menos indignada
moralmente, y sobre todo más concienciada con sus
semejantes. No cabe duda que la honestidad es el estado
moral más sublime. Sin embargo, vivir en contradicción con
el propio espíritu de uno es lo más insoportable. Pasa por
no querernos. ¿Qué mayor destrucción?. Por su propia
placidez; las personas con corazón, aman mucho y, donándose,
se quieren más.
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