En estos casi diez meses de 2015
Ceuta ha recibido cerca de cuatrocientas solicitudes de
protección internacional, bastante más que las registradas
durante el mismo periodo de 2014, esto pone de manifiesto la
presión migratoria que sufre la ciudad y el notable
empeoramiento de la crisis humanitaria. Hasta fechas
recientes, la materia del asilo y refugio ha pasado
prácticamente desapercibida para la mayor parte de los
ciudadanos, que tenían un conocimiento vago y lejano de la
problemática de los refugiados y no la sentían como una
cuestión preocupante para España, ni siquiera para Europa.
El asilo quedaba camuflado o escondido dentro del amplio
abanico de la emigración, hasta el punto de que si se
hubiera hecho una encuesta preguntando a la gente de la
calle qué es un refugiado, la mayoría no habría sabido
contestar con un mínimo de precisión, o a lo sumo habría
respondido que es alguien que viene a España para mejorar su
vida, como si el asilo fuera un tema de simple mejora de
condiciones económicas. Resulta, no obstante, llamativo que,
seguramente por desconocimiento, la acogida a los refugiados
se está planteando desde una perspectiva equivocada por
incompleta, cual es la de la filantropía. Personas y
colectividades sin duda bienintencionadas hablan y no paran
sobre la necesidad de recibir y amparar a las muchedumbres
que se agolpan ante las fronteras de la vieja Europa huyendo
de conflictos cuya intensidad no podemos ni imaginar, pero
lo hacen desde la perspectiva de un deber moral. Perspectiva
tan pulcra como peligrosa. En definitiva, la protección a
los refugiados es más que un deber moral o un acto de
humanidad. Es sencillamente, insisto, una obligación
jurídica para el Estado español, al igual que para los demás
Estados de la Unión Europea, que han aceptado regirse por la
Convención de Ginebra y por el corpus normativo derivado de
ella, y han de ser coherentes con sus propias decisiones.
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