No hay más ley suprema en el orbe
que la unidad. Cada ciudadano es único, pero está llamado a
unirse por el inexorable cauce del destino. Por eso, pienso
que ha llegado el momento de despolitizarnos y de hablar con
franqueza acerca de los grandes problemas del mundo.
Ciertamente, no hay suficiente Europa en esta Unión
Europeísta, ni tampoco bastante Unión en esta Europa, más
interesada que realmente solidaria. Lo que podía haber sido
un referente, se viene desvaneciendo. Tampoco en la Unión
Africana hay un cese auténtico de las hostilidades. Lo mismo
sucede en los otros continentes. Pero ahora no es el momento
de dar miedo, es tiempo de una acción conjunta, decidida y
concertada, entre todos los moradores del planeta. Sabemos
que los conflictos estallan allí donde la ciudadanía sufre
violaciones de derechos humanos, exclusión, pobreza y una
mala gobernanza. Al final todo se reduce a una cuestión de
humanidad entre las diversas culturas y de dignidad en las
personas.
A veces la historia de los pueblos
es una historia de divisiones. Los tiempos actuales no iban
a ser menos. Aún hoy tenemos a mucha gente que no es nada,
que no cuenta nada más que para la guerra, a la que se le
adoctrina y engaña. El esperado sosiego casi nunca llega a
los pobres. Ahí están las inesperadas riadas de seres
humanos selladas por la huida de la persecución religiosa o
política, de la guerra, la dictadura o la opresión. No
levantemos, pues, muros y demos refugio, cumpliendo así el
derecho fundamental de dar asilo. Naturalmente que tenemos
medios para ayudar a estas personas que han de huir si
quieren salvar sus vidas. Por muchas que sean las miserias
humanas hemos de poner más corazón en nuestras actuaciones.
Los más vulnerables no son simplemente productos a destruir,
sino que son miembros de nuestra familia con quienes, aparte
de tener el deber de compartir los recursos que tenemos,
también tenemos la obligación de volverlos próximos a
nosotros y, de este modo, activar la unión entre todos.
Siempre la armónica unidad nos
hace familia. Debiéramos tomar conciencia de esto, y
aplicarnos en llevarlo a buen término. No se trata de acoger
y dar asistencia sin más, que ya es algo, hemos también de
propiciar unidos acciones de justicia. Nadie tiene porque
huir de ningún sitio. Quizás el esfuerzo haya que dirigirlo
también a desmantelar los grupos de traficantes humanos, a
destruir el afán de los inventores de guerras, a demoler
odios baldíos que aprovechan cualquier ocasión para
perjudicar a los demás. Sin duda, el verdadero modo de
vengarse de un enemigo es no parecérsele. Vengándose, uno se
iguala a su contrario; perdonándolo, se muestra superior a
él. Indudablemente, necesitamos más humanidad en nuestra
poética de acogida, y mayor familiaridad en los gestos
concretos de acoger, para que todos los que se encuentren
lejos de su lugar naciente, nos sientan como parte de su
familia. Demasiado dolor llevan a sus espaldas para que
nosotros no le demos hospitalidad, a fin de que no se
sientan islas a causa de la intolerancia o la pasividad
nuestra.
Hemos, pues, de movilizarnos
todos junto a todos; movilizar a gobiernos, organizaciones
internacionales, para diseñar iniciativas que impulsen un
mayor respeto hacia el ser humano como tal. Lógicamente,
requerimos de una ciudadanía más fuerte, o lo que es lo
mismo, más unida, para que el apoyo humanitario pueda ser
inmediato y más completo. Al fin y al cabo, el mundo es un
proyecto global, un proyecto dinámico que ha de converger
para servir a toda la humanidad, donde no haya vencedores ni
vencidos, pero también donde se pueda enjuiciar mediante
tribunales especiales de ámbito internacional, a los
responsables de atrocidades. No se puede permitir que los
autores de bombardeos indiscriminados, de ejecuciones
extrajudiciales, de desapariciones forzosas, de tortura,
violencia sexual o reclutamiento de niños soldados, prosigan
con sus hazañas siniestras. No olvidemos jamás, que un mundo
donde queden impunes los inventores de la maldad, es decir,
los monstruos vivientes, termina por hundirse en el abismo.
Cada cual, por consiguiente, tiene la responsabilidad de
responder personalmente a la llamada de unidad desde el amor
más profundo y a tomar partido, o protagonismo, al respecto.
En consecuencia, todos somos necesarios y precisos para
globalizar el amor antes que nos globalice el nefasto
desprecio contra unos y otros.
|