Toda efeméride lleva detrás la
construcción de un relato que produce un determinado
sentimiento de pueblo. Por ejemplo, que sea la invasión de
Portugal la fecha escogida para celebrar el día de Ceuta,
implica decirnos que somos una cosa y no otra, del mismo
modo que celebrar el 12 de octubre lleva consigo una idea
concreta de lo que debe unirnos y hacernos enorgullecer como
españoles. Las celebraciones colectivas tienen como función
repetirnos lo que debemos ser. Por lo tanto, la elección de
fechas a celebrar dependerá siempre de la cosmovisión
político-social de aquellos que las escogen.
Tras el de 1978, el texto
constitucional más conmemorado de nuestra historia es el de
1812. No cabe duda del valor que entraña, pues aparte de ser
la primera Constitución española, hablamos de uno de los
referentes del liberalismo de la época y del documento que
abolió la Santa Inquisición e instauró la libertad de
imprenta. No obstante, conviene recordar que se mantuvo la
Religión Católica como la oficial y única legal, mientras
que otras constituciones liberales, como la estadounidense
de 1787 o la francesa de 1791, hacía años que habían
instaurado la libertad religiosa, del mismo modo que se
seguía negando a la mujer su condición de ciudadana. Esto
último, en honor a la verdad, no es algo achacable
únicamente a España. Citando los ejemplos anteriores, en
Estados Unidos las mujeres no podrían votar hasta 1965 (a
partir de 1920 pudieron hacerlo sólo las blancas) y sería en
1945 cuando por primera vez lo harían las francesas.
Nadie discute que la Constitución
de Cádiz constituyera un gran salto, pero si pretendemos
celebrar los valores democráticos que rigen en la
actualidad, el primer referente no aparece en 1812. Tampoco
en 1978. La primera Constitución democrática de España es la
republicana de 1931, siempre denostada de manera interesada
por quienes desde hace décadas elaboran el relato oficial de
nuestro país. Para dejar constancia de su espíritu
democrático, basta con citar algunas cuestiones nada
desdeñables, como el sistema de elección del Jefe de Estado
(artículo 68), la esperada separación Iglesia-Estado
(artículo 3), la renuncia a la guerra como instrumento de
política nacional (artículo 6) o el reconocimiento del
citado voto de las mujeres (artículo 53), quienes ya
pudieron ser elegidas en las Elecciones a Cortes
Constituyentes, pero cuyo derecho a poder elegir no sería
conquistado hasta la elaboración del texto constitucional
nacido de las discusiones parlamentarias. El debate a este
respecto entre las diputadas Victoria Kent y Clara Campoamor
(únicas mujeres, junto a Margarita Nelken, escogidas por el
voto masculino) ha pasado a la historia. También fue de
crucial importancia la legalización del divorcio (artículo
43): por primera vez en nuestro país, las mujeres podían
dejar de estar sometidas a la voluntad del marido si así lo
deseaban. Este punto, el de la liberación de la mujer, fue
uno de los pilares programáticos de la II República
Española, todo lo contrario de lo que significaría el
régimen posterior. Para muestra un botón.
En 1938, el psiquiatra franquista
y simpatizante del nazismo, Antonio Vallejo-Nájera, llevaría
a cabo un estudio destinado a encontrar un “gen rojo” que
explicara científicamente la “inferioridad mental” de
republicanos y marxistas. Para su empresa, este Mengele
español se valió de presos y presas a los que utilizó como
conejillos de indias. Serían las mujeres -como casi siempre-
quienes se llevarían la peor parte, ya que al “desvío” que
suponía ser marxista o republicana -o compañera o hija de
marxista/republicano- se sumaba la inferioridad intrínseca
que conllevaba el hecho biológico de ser mujer: “A la mujer
se le atrofia la inteligencia (…) ya que su misión en el
mundo no es la de luchar en la vida, sino acunar la
descendencia de quien tiene que luchar por ella”. En nuestro
país aún se mantienen calles dedicadas a este nazi referente
de la eugenesia.
Hace unos días, falleció una
“Pepa” distinta a la gaditana de 1812. Josefa Patiño,
Pepita, fue una de esas invisibles que pagaron caro su
compromiso con la libertad y el derecho en la oscura España
del franquismo. Sería su historia la que inspiraría “La voz
dormida”, la famosa novela de Dulce Chacón inmortalizada en
pantalla por Benito Zambrano. Julia Conesa, por su parte, ni
siquiera tuvo tiempo de sufrir. Antes de ser asesinada junto
al resto de las Trece Rosas en agosto de 1939, esta modista
de 19 años afiliada a las Juventudes Socialistas Unificadas
(JSU), tan sólo pediría que su nombre no se borrara en la
historia. Poco caso se hizo a su última voluntad tras el
regreso de la democracia.
¿Por qué todas las Pepitas y
todas las Julias Conesa de este país han sido silenciadas y
olvidadas por las instituciones? ¿Por qué una democracia no
rinde homenajes a sus mártires, a sus heroínas y a sus
héroes? ¿Por qué no se reconoce como se debe el salto de
gigante que supuso en derechos, libertades e igualdad el
texto constitucional de 1931? ¿Por qué se eligen unos
símbolos históricos y no otros? ¿Qué idea de construcción
social subyace detrás de tanto olvido? Quienes deciden los
relatos que nos conforman como sociedad dicen que no hay que
hacer estas preguntas. Mientras tanto, Pepita, Julia y todas
las mujeres que sufrieron y lucharon, que pagaron con su
vida, que fueron humilladas y maltratadas, que fueron o
quisieron ser libres, siguen sin ningún reconocimiento a la
altura de su sacrificio. Sus nombres siguen borrados en la
historia.
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