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OPINIÓN - MARTES, 8 DE SEPTIEMBRE DE 2015

 
OPINIÓN / COLABORACION

Del otro amor en los tiempos del cólera

Por Tula Fernández Maqueira


Son tiempos de maletas y despedidas, tiempos de días nuevos y días de comenzar sueños. Un puñado de juventud ordena, empaqueta y se prepara para recomenzar una vida. Se marchan para dibujar un futuro que se presenta desconocido pero bien asentado en cimientos de amor y cuidados que aguantarán cualquier sacudida. Como cada año, parte de la juventud embarca para arribar en la Universidad. Las familias lloran el vacío, los amigos lloran la ausencia, los novios lloran la pérdida y las madres lo lloramos todo. Se marchan con el temblor inocente que provoca lo desconocido, con la ilusión de la libertad imaginada y el peso de la primera responsabilidad. Entre ahogo y sollozo, los padres hacemos el ingente esfuerzo de captar su mirada para llenarle los ojos de recuerdos y los oídos de instrucciones. En sus cabezas claveteamos consejos y les recitamos compulsivamente el perfecto ritual de vida. En las maletas metemos enseres como para cruzar el mundo dos veces y les compramos lo necesario. Lo previsible y lo imprevisible. Lo posible. Lo deseable. Sufrimos porque no les podemos comprar el calor, el sol o la luz. No les podemos comprar la suerte ni el amor. Tampoco les podemos borrar las nubes, el color gris ni el fracaso. Es la ilusionante emigración del talento. Todo listo y los padres vamos a la estación donde les damos el penúltimo abrazo con una risa viva y fresca, meticulosamente ensayada en solitario ante el espejo del baño. Los lanzamos a la vida.

Mientras, a kilómetros de mí, una madre con una sonrisa que vale infinitamente más que la mía, lanza a su hijo por la ventana de un tren. Ese hijo no lleva maleta ni el sol en ella, y probablemente la única instrucción que pudo escuchar no fue para él, sino para el desconocido que lo acoge como un valioso bulto inesperado: “Cuide de mi hijo”. A kilómetros de mí, unos padres acuden con sus hijos a una estación que no es de su patria. Arrastran maletas que huelen a horror y espanto. Esperan y esperan con sus hijos, que son de otra patria, ensayando con ellos juegos y sonrisas que valen mucho más que la mía. Les dicen que es la estación de la esperanza y aguantan porque tienen billetes para un pedazo de tierra europea que creen que vale la pena. A kilómetros de mí, hay un hombre en el mar con un dulce niño que lo único que siente es que los brazos de su padre lo protegerán del frío y de las olas, pero su padre no tiene la piel de cuero, tiene una piel fina, débil y resbaladiza. Es la piel de un refugiado envuelto en su desesperación y sus lágrimas son mucho más saladas que las mías. Miro la maleta de mi hijo y miro el cuerpo sin futuro de ese niño en una orilla y pienso que la felicidad de nuestros hijos es mera cuestión de coordinadas geográficas. Longitud, latitud; el desarrollo en carne viva. Y no puedo sino llorar por un hijo que no es el mío y sentir amor por su padre. Es otro amor en los tiempos del cólera.
 

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