Son tiempos de maletas y despedidas, tiempos de días nuevos
y días de comenzar sueños. Un puñado de juventud ordena,
empaqueta y se prepara para recomenzar una vida. Se marchan
para dibujar un futuro que se presenta desconocido pero bien
asentado en cimientos de amor y cuidados que aguantarán
cualquier sacudida. Como cada año, parte de la juventud
embarca para arribar en la Universidad. Las familias lloran
el vacío, los amigos lloran la ausencia, los novios lloran
la pérdida y las madres lo lloramos todo. Se marchan con el
temblor inocente que provoca lo desconocido, con la ilusión
de la libertad imaginada y el peso de la primera
responsabilidad. Entre ahogo y sollozo, los padres hacemos
el ingente esfuerzo de captar su mirada para llenarle los
ojos de recuerdos y los oídos de instrucciones. En sus
cabezas claveteamos consejos y les recitamos compulsivamente
el perfecto ritual de vida. En las maletas metemos enseres
como para cruzar el mundo dos veces y les compramos lo
necesario. Lo previsible y lo imprevisible. Lo posible. Lo
deseable. Sufrimos porque no les podemos comprar el calor,
el sol o la luz. No les podemos comprar la suerte ni el
amor. Tampoco les podemos borrar las nubes, el color gris ni
el fracaso. Es la ilusionante emigración del talento. Todo
listo y los padres vamos a la estación donde les damos el
penúltimo abrazo con una risa viva y fresca, meticulosamente
ensayada en solitario ante el espejo del baño. Los lanzamos
a la vida.
Mientras, a kilómetros de
mí, una madre con una sonrisa que vale infinitamente más que
la mía, lanza a su hijo por la ventana de un tren. Ese hijo
no lleva maleta ni el sol en ella, y probablemente la única
instrucción que pudo escuchar no fue para él, sino para el
desconocido que lo acoge como un valioso bulto inesperado:
“Cuide de mi hijo”. A kilómetros de mí, unos padres acuden
con sus hijos a una estación que no es de su patria.
Arrastran maletas que huelen a horror y espanto. Esperan y
esperan con sus hijos, que son de otra patria, ensayando con
ellos juegos y sonrisas que valen mucho más que la mía. Les
dicen que es la estación de la esperanza y aguantan porque
tienen billetes para un pedazo de tierra europea que creen
que vale la pena. A kilómetros de mí, hay un hombre en el
mar con un dulce niño que lo único que siente es que los
brazos de su padre lo protegerán del frío y de las olas,
pero su padre no tiene la piel de cuero, tiene una piel
fina, débil y resbaladiza. Es la piel de un refugiado
envuelto en su desesperación y sus lágrimas son mucho más
saladas que las mías. Miro la maleta de mi hijo y miro el
cuerpo sin futuro de ese niño en una orilla y pienso que la
felicidad de nuestros hijos es mera cuestión de coordinadas
geográficas. Longitud, latitud; el desarrollo en carne viva.
Y no puedo sino llorar por un hijo que no es el mío y sentir
amor por su padre. Es otro amor en los tiempos del cólera.
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