Las turbulencias del mundo no
cesan. A la par que hay una potente soberbia despreciativa
de algunos seres humanos, que el propio imperio de los
poderosos conceptúa de manera excluyente, la misma
ciudadanía ante esta realidad, tan destructiva como
demoledora de la especie, se deja adulterar por estas gentes
sin corazón. La resignación es el gran trastorno permanente
en el que estamos cayendo todos, por dejar pasar cosas a las
que deberíamos poner límites. Por consiguiente, pienso que
sería bueno reflexionar sobre esto, máxime cuando el diez de
septiembre celebramos el Día Mundial para la Prevención del
Suicidio. Hay muchas formas de suicidarse como tribu.
Téngase en cuenta, que aún hoy, se predica a los pobres que
tengan resignación y a los ricos que fomenten la
generosidad. Pues no, ya está bien de proponer remedios que
nos repelen, con el fin de acallar conciencias, frente a
tantas contrariedades humanas. En cierto sentido es una
actitud de “lavarse las manos”, mientras se ignora el grito
de justicia, la fraternización de la ciudadanía, el sentido
de la responsabilidad social, cayendo en una especie de
cinismo e hipocresía, que considero es el colmo de todas las
maldades.
No se puede con una mano llevar el
pan y con la otra mostrar la piedra. Tenemos que ser más
auténticos, más humanos; haciendo de la palabra, un verso
que nos aproxime; haciendo de la vida, una melodía que nos
avive; haciendo, en definitiva, de nuestra propia
existencia, un corazón compartido, a pesar de nuestros
errores humanos. Rectificar es de sabios. Siempre es bueno
corregirse y enmendarse. Por eso, que el veinticinco de
septiembre de 2015, cerca de dos centenares de líderes
mundiales se comprometan a una revuelta de pensamientos, me
parece la gran noticia para toda la humanidad. Se trata,
nada más y nada menos, de lograr en los próximos quince
años, injertar tres ráfagas de esperanza al mundo, como son:
erradicar la pobreza extrema, combatir la desigualdad y la
injusticia, y solucionar el cambio climático. Desde luego,
no podemos seguir con el conformismo de los poderosos.
Tenemos que escucharnos más todos. También los que ahora no
tienen voz han de subir al estrado y hemos de dejarnos
interrogarnos por ellos. La cuestión no es pensar en clave
apocalíptica, sino en dar rienda suelta al mundo de las
ideas, oyéndonos desde todos los puntos cardinales. Caer en
la desesperanza es lo peor que le puede pasar a un linaje
impulsado por la búsqueda y por hallar caminos de
reencuentro.
Debemos aprender a leer la
realidad, es nuestra gran asignatura pendiente. De lo
contrario, aparte de retroceder, nos seguiremos alejando
unos de otros. Hemos de concienciarnos que no hay futuro
para nadie, para ninguna cultura, si no sabemos ser todos
más de todos para trabajar unidos. No podemos resignarnos.
Necesitamos seguir haciendo historia con abecedarios
diversos, con maneras de pensar diferentes, con maneras de
vivir distintas. Abramos los sentidos, no tengamos miedo de
hacerlo, seamos personas de horizontes amplios, activémonos
pensando en este contexto actual de colaborar, que quien
coopera en la colaboración, jamás se suicida, sabe lo que es
buscar la vida, más allá de la constante sorpresa de
concebir que existo, y que soy lo que soy por los demás.
Nada se entiende sin la nobleza de la estirpe. Esta es la
verdadera lección. Quizás solamente una vida dedicada a los
análogos merezca ser perdurada. ¿Para qué trepar por otros
horizontes que nos conducen al abismo y a la desesperación?.
Si en verdad optamos por estar radiantes de gozos, la
felicidad no llega por parte nuestra, sino por la felicidad
de los otros. En consecuencia, en las escuelas, tal vez
debieran comenzar por ensañarnos a vivir más allá de
nosotros mismos.
Por desgracia, somos una
generación fría y calculadora. Todo aquello que no nos
reporta beneficio carece de interés. Y precisamente, hoy más
que nunca, necesitamos acogernos unos a otros. Mal que nos
pese, el desamparo es la enfermedad de nuestro siglo.
Cuántos seres humanos hoy en día buscan consuelo y no lo
hayan; o deambulan por las calles en busca de alguien para
compartir su tristeza y tampoco encuentran a nadie que les
escuche. Realmente, cuesta entender que una generación
formada mantenga en el poder a gente irresponsable, a
líderes que caprichosamente, o sea, unilateralmente, cierran
fronteras, o se inventan un guión separatista cargándose la
constitución, acción verdaderamente repugnante. Otras veces
elevan los vientos del odio, para que el pueblo muera
enfrentado. Ya lo decía en su tiempo Jean Paul Sartre,
“cuando los ricos hacen la guerra, son los pobres los que
mueren”. Es más de lo mismo. Tantas veces nos repetimos en
la necedad, que debiéramos recapacitar mucho más, sobre todo
para armarnos menos y amarnos más. Tenemos que establecer
condiciones humanitarias decentes por todo el planeta, y en
este sentido, los líderes son los que tienen que encontrar
soluciones a esta acogida. Naturalmente, nos alegra que el
Papa pida a cada parroquia, convento y santuario, acoger una
familia de refugiados. Esto sí que es predicar con el
ejemplo.
Hace tiempo que ha llegado el
momento de abrirnos, de no replegarnos y encerrarnos en
nosotros mismos, de ser auténticos compañeros de viaje y no
resignarnos ante las barbaries. Tenemos que ser capaces de
poner armonía y de retornar a la esperanza, que la vida no
es para unos pocos privilegiados, sino para todos. Desde
luego, no podemos ceder al desaliento y a la resignación,
sino que hemos de seguir confiando en el ser humano, y en su
multiplicidad de cultos y culturas, para afrontar con
enérgico impulso los desafíos actuales. Nada de adormecerse.
Estamos llamados a vencer juntos la globalización de las
desigualdades, y a construir una nueva civilización más
auténticamente hermanada. ¿Cómo podemos anunciar de modo
creíble que somos solidarios y pacíficos, si entre nosotros
continúa habiendo rivalidades y contiendas?. Por todo ello,
pienso que es hora de compartir prosperidades y también las
miserias, para así, de este modo, relanzar un nuevo espíritu
de justicia para la sostenibilidad del propio ser humano y
del medio ambiente.
Abandonarse a esta locura
dominadora sin hacer frente a su siembra de injusticias,
suicidarse para sustraerse de esta maraña que todo lo eleva
a la categoría de conflicto, es como renunciar a vivir sin
haber intentado al menos poner ideas para mejorar la
convivencia. Todo se puede proveer, prevenir y curar. Acaso
tengamos que abastecernos de ilusión y de mucha paciencia.
Posiblemente tengamos que advertir ser ejemplarizantes, pues
la sanación llega de la mano del amor que pongamos en ello.
En el fondo, las civilizaciones mueren porque se suicidan,
no por asesinato; y se inmolan, porque indudablemente es más
fácil morir que soportar sin tregua una existencia
desbordada por las desolaciones. La mayor amargura es el
tormento de la inhumanidad que esta sociedad aborregada no
es capaz de salir de ella, en parte porque no logra aceptar
a los marginados, a los que sufren, y a pesar del dolor, es
incapaz de compadecerse. ¿Quién necesita amor, sino aquellos
que no tienen clemencia de nadie?. Sin duda, no hay nada más
humano que tener compasión de los abatidos. Comencemos por
esto.
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