Se dice que el coraje vale cuando
la realidad, o sea la única verdad, lo toma de la mano.
Ciertamente, toda la actividad humana germina de una
motivación, del deseo o el impulso. Sabido es que el ser
humano, por su propia naturaleza, es un ser racional, que
actúa en virtud de un estímulo propio, acorde con su
naturaleza de sujeto pensante. Por eso, lo que necesitamos
especialmente en estos tiempos son testigos creíbles que,
con sus vidas y también con las palabras, hagan visible sus
honestas acciones, al menos para despertarnos la atracción
por nuestros análogos. Sin duda, la ciudadanía tiene que
realzarse más allá de su valentía, despojándose de cosas
inútiles y compartiendo más, borrando cualquier promesa
falsa, que lo único que fomenta es la simulación, lo que
impide recobrar la ternura humana hacia toda criatura. No
olvidemos que si importante es encontrarnos nosotros,
fundamental es reencontrarnos con los demás, salir de esta
atmósfera de apatía, que lo único que conlleva es
desconsuelo y desengaño. Por desgracia, cada día morimos un
poco en la desconfianza, y esto no es bueno para nadie. Allá
donde no respira la esperanza, los corazones se sofocan y,
más pronto que tarde, mueren. Bajo este estúpido contexto
quisiera destacar la compasión de todo individuo por su
análogo, como celeste predecesora de la justicia, pues se
identifica con el sufrimiento de cualquier persona, y que
podía ser yo mismo.
Indudablemente, el auxilio que
alientan desde instituciones y organismos a multitud de
asociaciones públicas o privadas, el impulso compasivo del
ser humano para sí y los suyos, se ha hecho imprescindible
en el acontecer de nuestras existencias. Cualquier empresa
solidaria, cuyo objetivo sea mejorar la condición de las
personas, merece el mayor de los elogios. Está bien, por
ello, celebrar la conmemoración del Día Internacional de la
Beneficencia (5 de septiembre), y haber tomado como
referencia el aniversario de la muerte de la Madre Teresa,
cuya trayectoria y coherencia evangélica a favor de los más
pobres entre los pobres, ha constituido un enorme manantial
de inspiración. Desde luego, todo un símbolo de compasión
para el mundo y un testigo viviente de generosidad, ya que
no sólo supo entrar en el mundo de los excluidos, también
sufrió con ellos las penurias de sus vidas. Esta gran mujer
de nuestra época, pasó por la vida amando a corazón abierto,
siempre con los brazos receptivos y el alma dispuesta a
sonreír. Nos legó un camino no sólo para andarlo, sino
también para volvernos hacia nosotros mismos y reflexionar
sobre nuestros andares. Con razón dejaba embelesados a
todos, fueran creyentes o no lo fueran. Su fuerza para
enfrentar los muchos desafíos diarios, germinaba de la
sencillez, cultivada en el campo del amor y cautivada por la
fascinación de una vida muy por encima de la mentalidad
mundana.
En un momento en que tantas
apariencias de felicidad nos atraen, corremos el riesgo de
caer en la rutina, de tener una vida sin ilusión, sin ese
aliento que nos injerta de gozos, y que es, como decía esta
Madre de nervio caritativo, el deber de “no permitir que
alguien se aleje de nuestra presencia sin sentirse mejor y
más feliz”. Realmente, vivimos en una sociedad despreciativa
del ser humano que no es alguien, en una cultura de la
superficialidad, incapaz de ahondar en el verdadero espíritu
del individuo, que nos llama a un estilo de vida más
enternecido con nuestra propia especie. Por otra parte, como
decía el célebre escritor francés, Albert Camus: “¡Quién
necesita piedad, sino aquellos que no tienen compasión de
nadie!”. Qué crueldad la de aquel que no sabe, o no quiere,
acompañar en el momento de la necesidad a sus propias
raíces. Precisamente, los problemas fronterizos surgen por
esa falta de mano tendida, que no entiende de acogida y
mucho menos de asistencia humanitaria. El mundo debería
sentirse horrorizado por la pérdida de vidas migrantes, por
la desolación en la que viven muchos ciudadanos, por la
avaricia de algunos líderes y la lucha por el poder que
amenaza con socavar la armonía de muchos países. Son tantas
las miserias humanas, y algunas tan urgentes, como la de los
pobres que no tienen lo necesario ni para poder vivir, que
debiéramos anteponer sus necesidades a las nuestras, puesto
que nuestro llanto muchas veces es un llanto caprichoso,
únicamente porque nos gustaría tener más. Lo significativo
es saber colocarnos a la altura de los que nada tienen y
saber llorar con ellos. Aunque yo pienso que el mejor medio
de hacer bien a los indigentes no es darles limosna, sino
hacer que puedan vivir sin recibirla, también creo que la
beneficencia tiene un papel trascendental en la defensa de
los valores humanos y en la promoción del activo de la labor
sensible de la humanidad.
Una ciudadanía insensible, o
enfrentada por las exclusiones, no puede subsistir en el
tiempo, se ahoga en su propia tristeza, porque sólo quien es
capaz de ir hacia los otros puede generar vínculos,
relaciones de amistad e irradiar alegría, edificar y
construir un orbe para todos. Dicho lo cual, pienso que
precisamos un naciente lanzamiento compasivo para mantener
viva la memoria de lo que somos, infundiendo en toda la
familia humana un nuevo entusiasmo que nos torne piña,
transformando el egoísmo en donación y la venganza en
perdón. Desde luego, la mente que se deja seducir por la
concepción de una vida moldeada según el espíritu de los
poderosos, permanece fría y, por consiguiente, ciega,
olvidándose de sí, a merced de intereses y de lógicas de
poder. Queramos o no, en una sociedad globalizada el bien
colectivo y el esfuerzo por ese bien, ha de abarcar
necesariamente a todo el linaje, y no caben elevar barreras
ni forjar muros. La idea de desmembrarse unos de otros es
una desconsiderada actitud hacia el propio ser humano y su
enraizada y natural universalidad. Lo que ha de contar en el
mundo es el ciudadano, cada ciudadano, cada agrupación de
ciudadanos o sea cada pueblo, hasta la humanidad en su
conjunto.
Sin compasión nada es y todo
cae en un mero sentimentalismo, de envoltorio vacío, que nos
lleva a la deriva, en lugar de actuar impulsados por el
sentimiento de generosidad que mora en cada ciudadano a poco
que lo removamos. En este sentido, nos llena de satisfacción
que la nueva agenda de desarrollo sostenible apueste por la
visión de un nuevo mundo donde nadie quede abandonado, y se
asegure una vida con dignidad para todos los moradores de
este planeta. Pongámonos metas y objetivos, sembremos
compasión, o lo que es lo mismo, pongamos nuestro afán en la
capacidad de devolver la esperanza a los pueblos, a todos
los pueblos del mundo. Al fin y al cabo, es desde la
confianza como nos hallamos; es la vida misma, la que somos
defendiéndose; es la ilusión por un porvenir más del alma
humana, más de todos y de nadie. Con justicia, el símbolo de
la verdadera grandeza reside en la clemencia que tengamos y
en la caridad que brindemos. Nos queda derribar todas las
fronteras. Que el ánimo no cese para pasar de los buenos
propósitos, a la realidad del buen hacer y mejor obrar.
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