Hemos aprendido a caminar por la
vida de todas las maneras posibles, a volar como las aves, a
nadar como los peces; sin embargo, aún no hemos aprendido el
sencillo arte de fraternizarnos en un mundo globalizado. A
mi juicio, nos falta el ingenio que nos capacite al natural
modo de morar conviviendo como especie y nos sobra la
altanería de pensar que somos alguien. Y es que, cuando el
mundo se vacía de amor, sus moradores se endiosan, mientras
se llenan de ídolos que no entienden de afectos. Por eso,
con urgencia hace falta educar en el amor del que estamos
ausentes, para poder convivir unos con otros. Esto
facilitará la movilidad de migrantes y no el cierre de
fronteras, rebajaremos el odio ante el nivel de crueldades
que se suceden a diario y que van más allá de las
diferencias políticas, y, por contra, tomaremos una mayor
conciencia de la justicia. Más que no se pierda un sólo
talento por falta de oportunidades, que también, pero se
requiere que nos templemos el alma para comprendernos mejor.
En consecuencia, necesitamos despertar, sentirnos libres,
sin tantas instrucciones que quizás nos agobien en demasía,
y nos impiden ver el auténtico horizonte, que no es otro,
que dejarnos amar y poder amar. Ya en su tiempo, lo decía
Platón, “el objetivo de la educación es la virtud y el deseo
de convertirse en un buen ciudadano”; y con los años, yo
también digo que el objetivo de vivir es reeducarse,
crecerse como personas y recrearnos con la vida hasta
convertirnos en familia.
Tenemos que aprender a cultivar
relaciones fecundas y sinceras, si en verdad queremos
convivir armónicamente. La persistente expansión e
intensificación de conflictos armados y otras formas de
violencia aterradoras, que obligan a desplazamientos
obligados y a la desaparición forzada de personas en manos
de auténticos criminales, constituye una violación
inaceptable de los derechos humanos. Esta práctica
aborrecible priva a las personas del auxilio de la ley, pues
jamás debe someterse a nadie a una detención secreta. Por
desgracia, la Convención Internacional para la Protección de
todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, que
entró en vigor en diciembre de 2010, todavía no ha sido
ratificada ni firmada por muchos países. Convendría
reflexionar sobre ello, por consiguiente, coincidiendo con
su Día Internacional (30 de agosto), para reiterar con mayor
firmeza la angustia y preocupación de las víctimas y de sus
seres queridos, lo que genera un clima de contrariedades,
avivado por el miedo y el terror que sume a sociedades
enteras. Yo diría que a toda la humanidad. Ciertamente,
mientras carecemos de potencial para acoger vidas humanas,
andamos sobrados de rechazos y desamparos; no en vano, las
denuncias por desaparición siguen marcando récord en todo el
planeta. Es hora, pues, de que los países se implique mucho
más para informar plenamente sobre el paradero de las
personas que han desaparecido.
Sí realmente pudiéramos
educar nuestro intelecto y convertirlo en alma, seguramente
tendríamos otra visión menos interesada y más
confraternizada. Es desde el propio espíritu cómo se puede
imaginar otro mundo más humano y, por ende, hacerlo
realidad. No podemos seguir con ese extremismo violento que
nos lleva a la selva, deteriorando nuestra propia calidad de
vida, degradándonos como colectivo, ya que somos personas de
pensamiento y, como tales, hemos de digerir la manera de
fortalecer lazos para poder afrontar de manera colectiva y
pacífica el retorno a las alianzas. Son las sociedades
unidas, y reeducadas, las que construyen y cohesionan
estructuras con valores al servicio de sus ciudadanos. Esto
me hace recordar un proverbio africano muy instructivo:
“Para educar a un hijo se necesita a todo un pueblo”.
Imagínense para educar a todo un país, a todo un mundo, a
todo un linaje; verdaderamente precisamos querer primero y
después de esta victoria, cada cual consigo mismo, de sentir
muy dentro lo que tú piensas y lo que haces, hemos de entrar
en escucha con el que piensa diferente, buscando la
confluencia y nunca la confrontación. Innegable, para esto
hay que tener no sólo un cerebro bien equilibrado e
instruido, se precisa igualmente un alma que perdona, que
esté por encima de la injuria, de la injusticia y del dolor.
En esto, nadie me negara, que el hallazgo afortunado de un
buen maestro, como el de un buen libro, puede cambiar el
destino de cualquiera. Además, si a esto se añade el
entusiasmo, la transformación del mundo está asegurada. Al
fin y al cabo, todos los problemas tienen la misma raíz: la
privación del amor.
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