Hay un mundo pasivo, que no
acierta a defenderse con la razón y ensaya todo tipo de
armas como autodefensa, o quizás como venganza o hasta
divertimento, mientras también hay un mundo sin corazón
dispuesto a destruirse, sin importarle nada. Tanto es así,
que desde que en 1945 se llevaron a cabo los primeros
ensayos nucleares, no cesaron de realizarse pruebas de todo
tipo, sin prestar mucha atención a sus efectos devastadores
sobre la vida humana. Considero, por tanto, que sería muy
bueno al cumplirse los setenta años desde el comienzo de
esta nefasta era nuclear, y haciendo coincidir este
aniversario con la onomástica (29 de agosto: Día
Internacional contra los Ensayos Nucleares), se
reconsiderase el Tratado de Prohibición Completa, para que
pudiese entrar en vigor un instrumento fundamental, después
de casi dos decenios de que se negociara, por ser
jurídicamente vinculante y verificable para limitar el
desarrollo cuantitativo y cualitativo de este tipo de
tormentos tan destructivos como destructores. Tan solo desde
la confraternización se puede generar otro clima más
esperanzador y menos frustrante, por lo que conviene
recordar que “uno somos para todos”, y también “todos somos
para uno”, y, por eso mismo, educar y reeducarse en no
considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que
destruir, si no alguien próximo, ha de ser nuestra
permanente lección de convivencia.
No olvidemos que cuánto más se
arman los países, más se acrecientan los peligros de guerra,
que de algún modo hallan su aliento precisamente en este
tipo de artefactos; sin embargo, cuanto más disminuyen los
arsenales bélicos, menos se atiza la tentación de valerse de
ellos. A propósito, reconozco que me impresionó hace días
que un grupo de jóvenes, denominados “poetas por la paz”,
reivindicase a través del verso el desarme del mundo y
concentrasen toda su energía en el reencuentro del ser
humano consigo mismo, libre de ataduras, poniendo el acento
en los principios éticos y en la estética del camino a
trazar. Al final yo le propuse que se denominasen “poetas
por el desarme”. El mundo les necesita, y tan importante
como avivar lo armónico, es apagar esta filosofía
armamentística que lo que hace es generar espacios
inseguros. La paz, como decía uno de los poetas
intervinientes, es la confluencia de sentimientos poéticos.
De modo que si los esfuerzos de reducción de los armamentos
y el posterior desarme total no van conducidos de manera
relacionada por un enderezamiento moral, o si quieren
versátil, están destinados de antemano al fracaso. De ahí la
importancia de esta siembra de versos, emanados de corazones
jóvenes, con deseos de embellecer el hábitat, pero también
con la necesidad de gritar para que disminuyan las
desigualdades clamorosas y la justicia gobierne más allá de
los lenguajes.
Si en verdad se quiere otro mundo
más unido, inevitablemente hay que luchar por la rectitud.
Pero para este combate únicamente es preciso un deseo
definitivo de unidad, de concordia entre unos y otros, en
los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino
personas a los que socorrer y amar. Por desgracia, seguimos
sufriendo los efectos de las guerras. El ser humano aún no
ha aprendido a renunciar a la vía de las armas, y no sabe, o
no quiere por su particular egoísmo, recurrir al encuentro
del otro con el diálogo, la clemencia y la mediación. Es la
única manera de despojarnos de este mundo destructivo y
destructor. Con frecuencia, Naciones Unidas nos llama a la
conciliación, a redoblar los esfuerzos para resolver
diferencias a través del razonamiento, al tiempo que se
abstienen de tomar cualquier medida que no sea propiciar el
buen talante pacificador. Esta es la salida, y no la de las
armas que imponen terror y destrucción. Por eso, aplaudo
públicamente la voz de estos poetas jóvenes entusiasmados
por embellecernos de pensamientos lúcidos, pues si los
acuerdos internacionales son altamente deseables y
necesarios, también se precisa una humanidad que no muestre
indiferencia, y reconozca en el otro un ser del que ocuparse
y preocuparse, con el que colaborar para construir un mundo
más habitable para todos.
Desde luego, ante una ideología de
odio y exclusión capaz de derrumbarlo todo, como ha sido
recientemente la destrucción del Monasterio Mar Elián,
ubicado en la ciudad siria de Al Quariatain, en Homs, por el
grupo terrorista ISIS, lugar de peregrinación de la
comunidad cristiana siria, no sirve solamente la condena,
hemos de ver la manera de que estos hechos no vuelvan a
repetirse, puesto que una sociedad que se apoya en la
violencia, aparte de deshumanizarse, se embrutece y
aprovecha cualquier ocasión para la venganza. Naturalmente,
es imposible organizar una humanidad sobre el miedo, el
rencor y la crueldad, no perduraría; pero, también, hemos de
pensar en el poder de destrucción que tienen algunas armas
nucleares y sus ensayos. En este sentido, la educación como
trampolín para obtener lo mejor de uno mismo, estoy
convencido de que puede desempeñar un papel clave en el
impulso del entendimiento mutuo, con la fraternización de
los corazones, la promoción de la paz y el fomento del
desarme. En cualquier caso, pienso que ha llegado el momento
de que el ser humano se aleje de este afán destructivo y
destructor, y se empeñe más en descubrir verdades, ya que si
la guerra es el arte de destruir vidas humanas, muchas veces
la política se ha convertido en el arte de engañarnos. Y
esto, yo diría que es grave, gravísimo, puesto que si todos
anhelamos la paz, pongamos más alma que armas, más versos
que bombas, más veladores de artilugios que actuantes de
envidia, sabiendo que la quietud lograda a base de
sobresalto y pavor, no es más que una tregua.
En ocasiones reflexiono, y
me digo, cuánta necesidad tenemos de amor para contener esta
irracional carrera destructiva. Esta industria del caos, que
todo lo destruye a su paso, lejos de entrar en quiebra,
parece como que ha tomado un nuevo auge. ¡Qué ruina más
repelente y absurda!. Es la cultura de la necedad, de
adueñarse de lo que es de todos y de nadie, lo que nos
impide retornar a ese camino de recreación con la
construcción de la familia humana. Por tanto, hemos de
repudiar esta lucha que lo devasta todo, y hemos de
reconsiderar al rival como uno de los nuestros, pues todos
tenemos el derecho a pensar diferente, reconociendo que esta
manera de actuar no es ningún avance, más bien es un
retroceso de desorden, y por ende, de espiritual
insatisfacción y desesperación. “En el derecho público,
-decía el escritor y político francés Montesquieu
(1689-1755)-, el acto de justicia más severo es la guerra,
porque puede tener por efecto la destrucción de la
sociedad”. Y, evidentemente, una colectividad destruida, o
dividida, es incapaz de reponerse del desastre cuando se ha
vuelto dependiente del endiosamiento de la ciencia y la
tecnología, y máxime cuando ya no respeta al ser humano como
tal, sino al ser humano con poder. Esto pasa cuando la
mentira está instalada en un pedestal y nuestra vida moral
en un sillón podrido. En consecuencia, no sólo debemos
analizar nuestro propio estilo de vida, si es acorde con la
conservación del medio ambiente, también hemos de repasar sí
nuestro itinerario interior da sentido al valor del camino y
al ser del caminante, que ha de construir y no destruir, o
como diría Machado, “hacer camino al andar”
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