Cada día estoy más convencido que
el ser humano ha de armarse menos y amarse más; y, en
consecuencia, debe ir pensando en establecer un final para
toda contienda, antes de que un clima de absurdas
rivalidades tomen como reo al propio ciudadano como tal,
estableciendo un fin para toda la especie humana. No podemos
seguir deshumanizándonos. Hemos de tomar la conciliación
como verbo y, entonces, comprenderemos que nada de lo que
ocurra a un individuo, por insignificante que nos parezca,
puede resultarnos ajeno a nosotros. Realmente, ha llegado el
momento de generar un sentimiento mundial de cercanía,
activado con la fuerza revolucionaria de aglutinar todas las
culturas, para poder identificar y obligar a rendir cuentas
a tantos responsables del uso de tantos artefactos que, no
solo destruyen la ilusión, sino que matan, como los
relativos a la utilización de sustancias químicas tóxicas,
que a pesar de estar prohibidas, continúan siendo
utilizadas.
Un mundo cruel vierte sus venenos
sobre inocentes y, vemos de un lado, las ingentes riquezas
dominar a su antojo las economías, y del otro, la
innumerable multitud sufriente, que debería renovar el
compromiso con los valores humanos. Ojalá hubiese muchos
trabajadores humanitarios, dispuestos siempre a socorrer a
las personas necesitadas. A mi juicio, la supervivencia del
linaje va a depender mucho de estos heroicos obreros de la
donación y de la entrega generosa, siempre dispuestos a
dejarse la vida por una causa común, como es la justicia, la
dignidad y el desarrollo. Este es el espíritu humanitario
que precisa hoy el planeta como jamás. Evidentemente,
renunciar a nuestra identidad es un improcedente acto de
resignación, igual que desistir de nuestra libertad, de
nuestra calidad de ciudadanos del mundo, y, por ende, de
todos los deberes de la ciudadanía. Los países tampoco se
pueden utilizar como campos de batallas, sino como lugares
donde es posible el diálogo y los acuerdos. Quizás
deberíamos ser menos sectarios, más incluyentes y más
democráticos; puesto que un pueblo digno de tal armonía,
hace sentir al ciudadano la conciencia y la validez de su
voz, de sus obligaciones y de sus derechos, de su libertad
unida al respeto de la autonomía y de la dignidad de los
demás.
Me gustaría subrayar, pues, que
ciertamente ante las más altas cotas de miseria, que hoy
respira el mundo, se precisan obreros que nos hermanen con
urgencia, declarando si es preciso: la guerra a las guerras.
Es cierto, de pronto, parece que el espíritu de la invasión
se ha apoderado de toda la humanidad. Todos los días
hallamos combates en los medios de comunicación. La
hostilidad se ha adueñado de nuestro lenguaje, en parte
porque nos hemos distanciado unos de otros, y aunque el odio
no se compra en los mercados, sí que hay un escandaloso
comercio guerrero que debiéramos cortarlo de raíz.
Realmente, esto se produce cuando la persona, cúspide de la
creación, pierde de vista el horizonte de belleza y de
desprendimiento, y se encierra en su propio egoísmo. Con
razón, una persona egoísta sería capaz de levantar una
muralla con tal de sentirse señor y gobernante.
Precisamente, es el altruismo de
los asistentes humanitarios, su espíritu solidario, lo que
debe animarnos a reflexionar y a impulsar, como referente y
referencia, la conmemoración del Día Mundial de la
Asistencia Humanitaria (19 de agosto). Estas gentes de bien,
o si quieren de bondad y verdad, han preferido enrolarse a
echar una mano a los empobrecidos de esta vida, muchas veces
abandonando la comodidad de sus hogares. Sus esfuerzos por
salvar vidas, en ocasiones en sitios inseguros y en lugares
de gran peligro, merecen el mayor de los reconocimientos.
Además, con su quehacer, están haciendo familia,
construyendo un mundo más unido y reconstruyendo un espacio
más fraternizado, en una tierra adueñada por un diluvio de
injusticias. Al fin y al cabo, nosotros mismos somos
nuestros propios destructores, y así, nada puede
destruirnos, excepto la humanidad misma con sus miserias.
Sería saludable, por consiguiente,
que nos interrogáramos y examináramos nuestra particular
existencia, para ver si hacemos lo suficiente por los demás,
o aún podemos implicarnos más. No olvidemos que todos somos
dependientes de todos, por más que reivindiquemos nuestro
espacio de independencia. Está visto que cuando la
ciudadanía piensa sólo de manera partidista, en sus propios
intereses y en el de los suyos; cuando se deja fascinar por
los ídolos del dominio y del poder; cuando se endiosa y se
coloca en el centro; entonces altera todas las convivencias,
demuele las relaciones, y abre la puerta de la exclusión y
violencia con un espíritu de enfrentamiento imborrable. Hace
tiempo que el ser humano navega en conflicto consigo mismo y
esto no es bueno, sin valores y con la mentira permanente
como abecedario, lo que viene generando una deriva del ser
humano y un caos de difícil arreglo. Por momentos uno llega
a preguntarse, ¿si realmente podremos salir de esta espiral
de lenguajes de muerte?. ¿Podremos aprender a caminar por
sendas más sosegadas y armónicas? Yo pienso que sí, es
cuestión de querer, y tal vez de practicar con más
coherencia y constancia los deberes de la justicia. Quizás
tengamos que hacer nuestra, la voz de los excluidos, de los
marginados por esta misma sociedad excluyente, e implantar
la concordia como concepto de gobierno en todos los
gobiernos del mundo mundial.
Tantas veces tenemos que
reconstruir nuestras propia vidas, que se lo digan a los
supervivientes de la bomba atómica de Hiroshima, una de las
ciudades del mundo que ha tenido la mala fortuna de ser
lección para la especie humana, una obra de destrucción del
ser humano contra sí. Pienso, por tanto, que únicamente
desde la fraternización podremos injertar el nuevo fruto de
la armonía, una nueva conciencia mundial contra las garras
de las guerras, con la apuesta decidida de que la humanidad,
como reino de pensamiento y amor, está obligada a resolver
las diferencias y los conflictos por medios pacíficos y de
diálogo. Tal vez, en la Comunidad Internacional debería
fraguarse un sistema moderno de convivencia que regulase las
relaciones entre naciones y culturas, basadas en el respeto
más escrupuloso, acordes con los principios éticos de la
equidad y la justicia.
Yo pediría, también, que
escucháramos mucho más a estos obreros que cargan sobre sus
espaldas el trabajo humanitario, en nombre de la vida, en
nombre de la humanidad, en nombre de la esperanza de un ser
nuevo, más de todos que de sí. Comprometámonos, de una vez
por todas, con la alianza mediante la rectitud. Trabajemos
incansablemente por reemplazar la violencia y el rencor por
la familiaridad y la estima. Asumamos la responsabilidad de
unos para con otros y del porvenir de todos sin limitaciones
de fronteras, frentes o distinciones sociales. Eduquémonos y
reeduquémonos en menos sistemas competitivos y en más
sistemas de auxilio y generosidad. Seamos conscientes de que
amar y compartir es la mayor felicidad que nos podemos
injertar en el alma. Demos por cerrada en el mundo la
fábrica de armas. Se puede conseguir. Conjuntamente estamos
llamados a ser poesía; y ésta, sabed, que no entiende nada
más que de corazón, pero seguro que mañana lo entenderá
también tu mente.
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